La revelación (o epifanía, si se disculpa el uso paradójico del término) fue demoledora. Y Toñín no se esperaba hoy semejante demolición de uno de los pilares en que reposaba su plácida infancia. Pero Mamá había decidido que, de no hacerlo ella, a la vuelta de las vacaciones navideñas lo haría algún compañero de cole maleado por sus hermanos mayores, o por sus amigotes. Y, en ese caso, sin duda el efecto sería aún más traumático.
Si
acaso Mamá había llegado a sospechar que su hijo ya lo sabía, ahora comprobó
que se equivocaba de plano. Es más, sus entrañas maternales se desgarraban al
contemplar el llanto desconsolado de Toñín. “A lágrima viva” o “a moco tendido”
son expresiones gráficas insuficientes para describir lo que estaba
presenciando, ese vaciarse del alma inocente a través de las lágrimas, esa
indefensión hermanada con la amargura por la que se estaba escapando la primera
infancia de su hijo, acaso la etapa más entrañable de su vida.
Cuando
por fin el niño se repuso un tanto, lo primero que farfulló fue esta
quejumbrosa súplica:
–Pero
júrame que el Ratoncito Pérez sí que
existe. Júramelo, Mamá. Pérez es de verdad, ¿a que sí?
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