No hace mucho acompañé a una persona cercana a una de esas sedes de la administración pública a las que uno no va porque se aburra más allá de lo soportable, o para fomentar la vida social, ya me entendéis. O, dicho de otro modo, a una de esas sedes donde, si has tardado un día en pagar los 5 euros que se supone que adeudas por un nuevo impuesto que algún mandatario se ha sacado de la chistera, te ponen una sanción medicinal de 100 euros, y, aunque tengas una bisabuela catalana, nadie te va a conceder amnistía. Pues eso, cuando entramos mi acompañante y yo, un joven guarda de seguridad en la puerta, entiendo que siguiendo instrucciones, nos preguntó si habíamos pedido cita. Desde ese punto pude contemplar la estancia entera, y comprobé que había unos diez o doce funcionarios afanados en sus labores o en sus diálogos, pero que no había ni un solo ciudadano de a pie haciendo uso del servicio de atención. El joven guarda nos miró con tristeza y nos recordó que, sin duda siguiendo instrucciones, sin cita previa no entraba ni Blas ni su amante madre.
Esta es sin duda una de las lecciones que la administración
pública ha aprendido tras la malhadada pandemia de covid: el ser humano, que en
otros contextos ha sido definido como “primate evolucionado”, “criatura a
imagen de su Creador”, “animal político” (zoon
politikón), “bípedo implume” o “pasión inútil”, ahora es susceptible de una
nueva definición: “transmisor de virus”. Y que, por tanto, si quiere venir a
importunar desde la ventanilla, al menos debe pedir cita previa.
El silogismo es un poco endeble, pero sin duda supone que
alguien ha aprendido del duro magisterio de la vida. No siempre el resto de los
mortales escarmienta de la experiencia, que diría Antonio Flores. Este invierno
parece que está siendo especialmente duro en términos de contagios, gripes y
virus que proliferan, y, si me perdonáis la perogrullada, también se puede
morir uno de lo que no sea covid. Por tanto, cabría preguntarnos si hemos
aprendido algo de los horribles años de la pandemia. Cosas que antes hacíamos
con naturalidad y que quizá conviene que nos replanteemos.
Valgan algunos ejemplos. Comer pinchos y tapas en una atiborrada taberna
que los expone sobre la barra sin más protección que el aire y sus flotantes microorganismos.
Volver a dar un beso, siquiera casto, a quien, después de recibirlo y de
corresponderte, te confiesa que tiene un trancazo que no se puede ni menear. Volver
a dar la mano a quien ataja sus estornudos o toses con el mencionado apéndice,
por mucho que nos desee paz y benevolencia incondicionales. Compartir ensalada
con quien pincha las verduras y tomates del bol común con su tenedor personal e
intransferible, máxime después de haber declarado que le duele bastante la
garganta. Mantener una inane conversación en un disco-pub en la que tu
interlocutor te habla a voz en grito, y casi nariz con nariz, para
contrarrestar los decibelios. Comprar chuches a tus hijos en los
establecimientos en que hay que introducir un cazo en los recipientes
desprotegidos, donde antes han hurgado centenares de angelitos. Compartir
micrófono en el karaoke con predecesores aficionados a las baladas románticas.
O, para gente devota en tiempos navideños, besar el pie de la imagen del Niño
Jesús, aunque el monaguillo use el trapillo gris para limpiar el hálito de las decenas de piadosos feligreses
precedentes.
Estos son algunos ejemplos que se me pasan por la
cabeza, pero seguro que cualquiera de nosotros podría aportar muchos más. La
cuestión, de nuevo, es antropológica; entre las definiciones de lo humano que
antes comenté, hay otra irrefutable: ese ser que tropieza dos veces en la misma
piedra. Ay, si solo fueran dos.
Aparecido en La Rioja, 26 enero 2024
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