A propósito de mi entrada de la semana pasada, no puedo reprimir el impulso de reproducir el principio de la escena de Solo yo me salvo en la que el anciano Malaquías Winkle, quien ha vivido recluido en las últimas décadas de un futuro no muy lejano, visita una escuela.
NOTA: Puede haber alguna expresión lingüística que el hablante de castellano de 2019 aún no domina. Se ruega, pues, paciencia.
NOTA: Puede haber alguna expresión lingüística que el hablante de castellano de 2019 aún no domina. Se ruega, pues, paciencia.
—A
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tent@s a lo que viene. Caperucita
Progresista se acercaba a casa de su abuelita, una ciudadana cronoavanzada pero
en pleno dominio de sus facultades y consciente de sus derechos y obligaciones
como ciudadana de una república tolerante, cuando se le acercó el lobo
interesándose por los contenidos de su multitáper. Su pregunta no podía en
absoluto ser catalogada como indebida ingerencia en las opciones libres de
adquisición, sino más bien justificada por la indigencia de un animal marginal
infraalimentado, inserto en una sociedad primitiva —por culpa de la explotación
de un gobierno ultraderechista— previa a la implantación de la exitosa campaña
gubernamental “nutrientes para tod@s”. Caperucita contestó que llevaba un
preparado de biofidactivos y barritas de Niacina y Tiamina totalmente bajo en
calorías para su abuela, no porque ella no pudiera adquirirlo por sí misma en
los establecimientos del Ministerio de Salud, sino como modo de fomentar la
convivencia intergeneracional y...
Fray
Malaquías Winkle asistía como oyente a la clase. Las tres criaturitas, de unos
ocho años y muy hermosas, miraban a Cruz de modo desafiante. No se podía negar
que siguieran con atención el cuento, pero parecían filtrar las palabras
críticamente, abriendo bien los ojos, tomando notas en sus cuadernos-pantalla
mediante el deslizamiento de sus deditos finos e infantiles. Cruz le había
explicado que el Departamento de Innovación Pedagógica estaba entusiasmado con
esta nueva metodología de relato oral, y había promocionado su utilización por
medio de incentivos. L@s infantes, sentados en el suelo, interrumpían de vez en
cuando los tonos modulados de l’enseñante con preguntas o comentarios
espontáneos.
—Quiero
hablar, quiero hablar —exclamó un querubín de grandes ojos verdes y pequitas.
—Por
supuesto, Bibiano, por supuesto. Te escuchamos.
—A
mí las barritas de Niacina y Tiamina totalmente bajas en calorías marca Danone
me hacen vomitar. Le tengo prohibido a mi progenitor B que me las compre, pero
cuando voy a casa de la novio de mi progenitor A me las pone, el muy cabrona.
Pero las de Suchard son megacerolas. Me gustan mil veces más.
—Sí...
tienes razón —exclamó Cruz entusiasmado—. Tomo nota. Tienes mucha, pero que
mucha razón. Así me gusta, que participéis en clase. ¿Hay alguien que quiera
hacer más comentarios?
Ningun@
de l@s tres infantes contestó, y al cabo de unos segundos Cruz prosiguió el
relato.
—Entonces
Caperucita Progresista se acercó a la cama de quien creía su abuela, y le
comentó: “Jénifer, ¿cuánto hace que no has ido al dermoesteta a que te miren el
vello?” A lo que la falsa abuela contestó: “Niña, sin ánimo de corregirte en
modo alguno, considera que tengo el derecho a no recibir injerencias externas
en mi privacidad hormonal”. Pero Caperucita insistió: “Jénifer, te pueden hacer
una rebaja del veinticinco por ciento si adjuntas cien envoltorios de las
barritas que te traigo”.
Una
niña de pelo rubio y piel marrón, tan guapa como los otros dos y fina como una
muñeca de porcelana, alzó la voz sin pedir permiso, como si hubiera estado
esperando el momento de imponer su protagonismo:
—¿Y
es ahora cuando el lobo se la folla?
—No,
je. No te adelantes... Quiero decir, je... No, Aitzíber, no conviene
adelantarse... Esto, perdón, quiero decir... todavía no... hacen el amor.
—Hala...
Me has prohibido. Eso es falta siete. ¡Tengo derecho a preguntar, jo...!
—Sí,
claro... je, nadie te lo discute. Por supuesto. Sólo te decía que es mejor
esperar... un poquito, eso es todo.
Pero
Aitzíber se había enojado de veras. Sin más explicaciones, se levantó de su
asiento y salió del aula dando una patada al panel de madera. Cruz puso cara de
verdadero pánico mientras la veía cruzar el pasillo en dirección al Sindicato
de Estudiantes.
—Aitzíber,
en serio... Era broma. No te enfades, no... Ay, lo siento.
—Falta
nueve, gritó la niña desde el otro extremo del pasillo.
Solo yo me salvo (2011) pp. 34-35.
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