Acabo de terminar Reina
roja, última novela de Juan Gómez-Jurado, uno de nuestros superventas más
consolidados. Es lo primero suyo que he leído, y confieso que me ha atrapado de
principio a final. Esto puede parecer un elogio un tanto tópico, pero declaro
que para mí resulta cada vez más infrecuente.
La novela trata de la investigación parapolicial de una desigual pareja formada por Jon Gutiérrez, inspector caído en desgracia, y Antonia Scott, una superdotada y superatormentada. Ambos han sido reclutados para prestar servicio en un cuerpo secreto que investiga los crímenes más delicados o inquietantes.
La novela se compone de una serie de fórmulas narrativas que funcionan. Los protagonistas, a pesar de ser tan discordantes, tienen su química: ella es una friki hipervulnerable y él es un poli bueno corpulento, vasco practicante, y gay fuera del armario. La historia de secuestros y chantajes está bien hilada; las descripciones son detalladas y con una cinética precisa y gráfica; el tono es ágil y, cuando procede, salpicado de humor; cuando no, de tragedia. Se nota que hay detrás una labor de documentación que se inserta sin estridencias.
El problema del género negro es que está tan de moda y tiene tantos precedentes audiovisuales que la originalidad es difícil. Y hay que admitir que algunas series televisivas rozan la categoría de obras de arte, y en ocasiones el narrador que quiere abordar este campo las toma, conscientemente o no, como modelo. La estructura de Reina roja está muy cuidada, a base de vaivenes de los personajes que culminan en un antológico clímax, pero no puedo evitar que me recuerde al patrón establecido por Mentes criminales. Esto no es un reproche, que conste. No hay más que ver los créditos de cualquier serie de éxito para comprobar que es producto de un ingente equipo de personas con talento, mientras que una novela es (en principio) labor de una sola.
Igualmente, una fórmula que busca vender emplea elementos narrativos de probada eficacia. Por ejemplo, el malo (uno de ellos) es un psicópata maniaco religioso que en su infancia recibió… sí, abusos de su padre. Los protagonistas cumplen con la cuota recomendada de marginalidad. Hay un poco de sana crítica al capitalismo, y los ricachones se parecen mucho a personas conocidas de la empresa y la banca de nuestro país. No falta el poli chulo que obstaculiza la labor de los protagonistas. Un hombre conoce a la que será su mujer cuando ella le ve leer un libro de poemas y, guess what?, ella le recita uno de memoria. Tampoco falta el “to be continued” propio de los finales de temporada.
Supongo que este es el requisito de escribir historias que venden: narrativas reconocibles que vuelvan a emocionarnos con fórmulas ya probadas. No busquemos sabiduría más allá de lo aceptado, u originalidad más allá de lo recomendable. Pero Gómez-Jurado tiene el mérito insoslayable de contar una historia negra endiabladamente bien.
La novela trata de la investigación parapolicial de una desigual pareja formada por Jon Gutiérrez, inspector caído en desgracia, y Antonia Scott, una superdotada y superatormentada. Ambos han sido reclutados para prestar servicio en un cuerpo secreto que investiga los crímenes más delicados o inquietantes.
La novela se compone de una serie de fórmulas narrativas que funcionan. Los protagonistas, a pesar de ser tan discordantes, tienen su química: ella es una friki hipervulnerable y él es un poli bueno corpulento, vasco practicante, y gay fuera del armario. La historia de secuestros y chantajes está bien hilada; las descripciones son detalladas y con una cinética precisa y gráfica; el tono es ágil y, cuando procede, salpicado de humor; cuando no, de tragedia. Se nota que hay detrás una labor de documentación que se inserta sin estridencias.
El problema del género negro es que está tan de moda y tiene tantos precedentes audiovisuales que la originalidad es difícil. Y hay que admitir que algunas series televisivas rozan la categoría de obras de arte, y en ocasiones el narrador que quiere abordar este campo las toma, conscientemente o no, como modelo. La estructura de Reina roja está muy cuidada, a base de vaivenes de los personajes que culminan en un antológico clímax, pero no puedo evitar que me recuerde al patrón establecido por Mentes criminales. Esto no es un reproche, que conste. No hay más que ver los créditos de cualquier serie de éxito para comprobar que es producto de un ingente equipo de personas con talento, mientras que una novela es (en principio) labor de una sola.
Igualmente, una fórmula que busca vender emplea elementos narrativos de probada eficacia. Por ejemplo, el malo (uno de ellos) es un psicópata maniaco religioso que en su infancia recibió… sí, abusos de su padre. Los protagonistas cumplen con la cuota recomendada de marginalidad. Hay un poco de sana crítica al capitalismo, y los ricachones se parecen mucho a personas conocidas de la empresa y la banca de nuestro país. No falta el poli chulo que obstaculiza la labor de los protagonistas. Un hombre conoce a la que será su mujer cuando ella le ve leer un libro de poemas y, guess what?, ella le recita uno de memoria. Tampoco falta el “to be continued” propio de los finales de temporada.
Supongo que este es el requisito de escribir historias que venden: narrativas reconocibles que vuelvan a emocionarnos con fórmulas ya probadas. No busquemos sabiduría más allá de lo aceptado, u originalidad más allá de lo recomendable. Pero Gómez-Jurado tiene el mérito insoslayable de contar una historia negra endiabladamente bien.
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