Hace un par de días se publicó la noticia de que en un colegio público de Barcelona, el CEIP Taber, dependiente de la Generalitat, se retiraron de la biblioteca doscientos libros como La Bella Durmiente o Caperucita Roja por considerarlos “sexistas” o “tóxicos”. Estos libros constituían el 30% de la (modesta) biblioteca, de la que solo el 10%, al parecer, cumple los requisitos de ortodoxia no-sexista y no-tóxica.
¿Se quedará la biblioteca solo con los sesenta y seis libros (número cuasiapocalíptico) que transmiten la doctrina correcta? No sabemos, pero sí que hay otros colegios catalanes (Montseny, Fort Pienc) dispuestos a seguir estos pasos saludables. Este último, por ejemplo, ha prohibido que se juegue al balón en el patio dos días a la semana, una vez que su Comisión de Igualdad de Género concluyera que este juego atrae a demasiados niños masculinos, sin ningún aprecio por la paridad.
Volviendo al tema principal, independientemente de la dudosa efectividad de prohibir libros en una época en la que los pequeños apenas leen, mucho me temo que las maestras (/os) que han tomado esta decisión están dinamitando la esencia de la cultura lectora. Leemos para contrastar, para salir de nuestro limitado punto de vista, para plantearnos otras posibilidades, para ser más libres. Tal cerrazón en quienes deberían abrir horizontes plantea inquietantes dudas sobre a qué manos estamos confiando la educación de nuestros hijos.
A veces los medios de comunicación que jalean estas medidas “pioneras” están olvidando que la censura y/o quema de libros siempre ha sido una primera medida de los totalitarismos de todo tipo. Y similares actuaciones confirman la sospecha de que el radicalismo de género es un totalitarismo de manual.
¿Se quedará la biblioteca solo con los sesenta y seis libros (número cuasiapocalíptico) que transmiten la doctrina correcta? No sabemos, pero sí que hay otros colegios catalanes (Montseny, Fort Pienc) dispuestos a seguir estos pasos saludables. Este último, por ejemplo, ha prohibido que se juegue al balón en el patio dos días a la semana, una vez que su Comisión de Igualdad de Género concluyera que este juego atrae a demasiados niños masculinos, sin ningún aprecio por la paridad.
Volviendo al tema principal, independientemente de la dudosa efectividad de prohibir libros en una época en la que los pequeños apenas leen, mucho me temo que las maestras (/os) que han tomado esta decisión están dinamitando la esencia de la cultura lectora. Leemos para contrastar, para salir de nuestro limitado punto de vista, para plantearnos otras posibilidades, para ser más libres. Tal cerrazón en quienes deberían abrir horizontes plantea inquietantes dudas sobre a qué manos estamos confiando la educación de nuestros hijos.
A veces los medios de comunicación que jalean estas medidas “pioneras” están olvidando que la censura y/o quema de libros siempre ha sido una primera medida de los totalitarismos de todo tipo. Y similares actuaciones confirman la sospecha de que el radicalismo de género es un totalitarismo de manual.
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