Reconozco que he pasado una larga temporada sin acudir a los cines, supongo que por prevenciones postpandémicas, pero ya he vuelto a retomar la sana costumbre. Por muy bien equipado que tengamos el salón con un HomeCinema de última generación, siete altavoces y subwoofers (no es mi caso), y dispongamos de todo el catálogo de Netflix, HBO, Prime o Disney+, las salas de proyección siguen teniendo algo mágico, que ni las toses del prójimo ni el crujir de las palomitas vecinales consigue anular.
Por supuesto, estas pasadas navidades han sido ocasión
propicia para frecuentar las salas. Y sí, confieso que yo también he ido a ver Ocho apellidos marroquís (no todo va a
ser cine high-brow), a pesar de que
sabía que las críticas no eran muy favorables y que las connotaciones del
título eran deliberadamente engañosas, sin relación con las dos predecesoras.
Pero no cabe duda de que, si cierto patriotismo nos invita a apoyar el cine
español, esta ha sido acaso la película más vista de la temporada, aguantando más
de un mes en cartelera, lo que hoy en día es un mérito notable.
Siempre me ha interesado el grado en que la sociedad
contemporánea se refleja en la pantalla, incluso en las comedias más
previsibles y populares, o quizá precisamente por eso. Para quien no la haya
visto, la trama se centra (spoiler alert!)
en tres personajes superpijos y superfachas (no son necesariamente sinónimos)
que se embarcan en un viaje inesperado por el corazón de Marruecos llenos de
prejuicios islamófobos. Sin embargo, a lo largo de sus vicisitudes nuestros
tres viajeros conseguirán superar tales prejuicios y llegar a apreciar a los
marroquís, que en su mayoría son caracterizados, si no como angelicales, poco
les falta; es significativa la escena en que el coche alquilado por los pijos
se avería en medio de la nada, y dos jóvenes autóctonos se ofrecen a repararlo
a pesar de que los españoles corren despavoridos por miedo a ser asaltados.
Una de las moralejas de la película (nuestro cine apenas
puede evitarlas) es que, si eres de la derechona, la única salida razonable es
arrepentirte. Esto les pasa a nuestros tres protagonistas, quienes, interpretados
por Julián López, Michelle Jenner y la entrañable Elena Irureta, ya imaginábamos
que no permanecerían en el error. Un punto de inflexión ocurre cuando, para
ocultar su condición demasiado españolista, proceden a despojarse no solo de su
ropa cara, sino de las banderitas españolas y de sus medallas y cruces
católicas, lo que marca el comienzo de su conversión cuasidickensiana.
Recuerdo cuando hace años el llorado director Vicente Aranda
hizo unas famosas declaraciones lamentándose de que los españoles de derechas
no iban a ver cine español. No sé si esto habrá cambiado mucho, y si películas
como esta contribuirán a superar la malhadada polarización que nos atenaza. El
patriotismo puede ser objeto de ridículo si se manifiesta en banderitas o
cruces, pero es más aceptable si se enfoca como solidaridad con la producción audiovisual
del país. De todos modos, el peso de la responsabilidad de los espectadores de
a pie (o de a butaca) no debería agobiarnos excesivamente; aunque los cinéfilos
hemos generado al cine español una recaudación de 80,8 millones en taquilla,
con nuestros impuestos, sabiamente distribuidos por los Presupuestos Generales
del Estado, hemos aportado otros 167 millones para su supervivencia. Y
esperemos que no decaiga.
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