Ya que le voy cogiendo el gustillo a comentar series de Netflix, hoy mencionaré The Crown, que trata del reinado de Isabel II de Inglaterra desde poco antes de su entronización hasta nuestros días. Creada, escrita y producida por Peter Morgan, The Crown hace las delicias de todo anglófilo que se deje conmover por el drama de lo anodino, algo en lo que le precede el ejemplo de otras magistrales series como Downton Abbey.
Como espectador siempre he tenido cierta suspicacia respecto a las ficciones “basadas en una historia real” (que también incluye lo plebeyo). Nadie se deja timar pensando que una pelea entre King Kong y Godzilla tiene base histórica, pero en ocasiones el cine sí nos vende hagiografías o caricaturas de muy dudosa historicidad como hechos verdaderos, lo que puede constituir un engaño más grave. Pero, en el caso de The Crown, la verosimilitud reflejada en unas casi cuarenta horas de metraje puede funcionar contra sus propios protagonistas, la mayoría de los cuales aún vive.
Así, me puedo imaginar a la anciana reina dudando de si tal conversación con su marido Philip, la Thatcher o su hijo Charles sucedió como albergan sus recuerdos, o bien como lo contempló en la reciente dramatización en la pantalla. O me angustia imaginar al moribundo duque de Edimburgo inquieto en su lecho, cavilando sobre quién le encarnaría en sus últimos días, si el psicopático Matt Smith, el stiff-upper-lipped Tobias Menzies, o el nuevo fichaje Jonathan Pryce.
Pero si hay alguien que debe de estar inquieto y confuso sobre su identidad fílmica, ese debe de ser el príncipe Charles. Caracterizado en la temporada 2 como un niño inadaptado e incomprendido por su padre, luego como un joven sensible, solidario con la diversidad y dispuesto a sanar a la rancia monarquía de su esnobismo, en la cuarta se convierte en un patético ególatra que con su crueldad e indiferencia arruina la vida de la incauta Lady Di. El drama de la “princesa del pueblo” pasa a acaparar la atención de esta última temporada, que termina antes de su trágica muerte en 1997. Parece que los productores amenazan con una quinta e incluso sexta temporada, así que imagino que cada miembro de la Casa Real tendrá que pensar tres veces cada paso que da si no quiere que se agrande o tergiverse en la pantalla.
La familia real británica fue la primera de su especie que decidió salir de la torre de marfil y colarse en los hogares de sus súbditos a través de la televisión. El rédito obtenido es su incuestionable popularidad; pero la (astronómica) factura que ha de pagar es que, una vez las cámaras se aposentaron en Buckingham Palace, no han tenido intención de marcharse. Como si de un eterno Gran Hermano se tratase, convertir la vida personal y pública, familiar y amorosa de la reina y los suyos en una serie de máxima audiencia, se me antoja el último desarrollo de esta fáustica venta del alma real al diablo mediático.
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