Por estas fechas es habitual que las autoridades académicas de las universidades españolas emitan al profesorado mensajes instando a la tolerancia cero con las novatadas estudiantiles, a la par que conminan al alumnado a no caer en semejantes manifestaciones de insolidaridad. Supongo que los equipos rectorales tienen sus buenas razones para prohibir estas bienvenidas gamberriles y descontroladas, aunque también es verdad que –quizá con la excepción del tiempo de alarma por pandemia— tales admoniciones casi nunca han impedido que se lleven a cabo.
He de confesar que mi propia experiencia de novatadas fue original y divertida, y causa de amistades duraderas, por lo que guardo un grato recuerdo (otro día quizá os la cuente). Pero eso sucedió en otros tiempos. Ignoro si en las novatadas actuales los veteranos se propasan en sus bromas e incurren en humillaciones improcedentes o que traspasan el límite (problemático) de lo correcto. En mi reducido ámbito he presenciado episodios aislados en los que los veteranos sacaban de clase a los novatos y los sometían a una serie de pruebas estrambóticas, pero a menudo se me han antojado más festivos que vejatorios. Los nuevos se apuntaban voluntariamente (solo faltaría…), y, dejándose llevar por el espíritu de cachondeo del momento, parecían disfrutar.
Es comprensible que las autoridades académicas quieran poner freno a las novatadas, pero no sé si en ocasiones se exagera su gravedad. Sí, nuestros jóvenes abusan del alcohol, de las sustancias tóxicas, e incurren en otras lamentables adicciones como las pantallas o el juego; siempre he pensado que de esto tenemos más culpa los adultos, y el mundo que les estamos legando, pero no voy a desarrollar este asunto ahora. Solo apuntaré, a modo de contraste, que los años universitarios suele ser tiempo de ampliar las relaciones humanas, y esto implica también cierto volumen de diversión social. Promociones como las que ahora están en tercer curso han visto cómo la pandemia les ha cortado el rollo, y acaso teman despertar pronto con un título en la mano y la presión de buscarse la vida laboral, y lamenten haber quemado lo mejor de su etapa universitaria.
Por otro lado, y ahora cambiando de tercio, sentirse objeto de novatadas puede ser una escuela para la vida democrática ciudadana, una alegoría de nuestra permanente condición de novatos a la hora de elegir representantes dignos de liderarnos. Con cada nueva convocatoria de elecciones, los ciudadanos volvemos a convertirnos en ilusos principiantes que aspiramos a un cambio que creemos será a mejor, y otorgamos nuestra confianza a unos veteranos (quienes, aunque acaben de postularse, han de estar curtidos en las artes políticas para haber llegado hasta ahí) que nos aseguran que con ellos todo será distinto. Pero, al cabo de poco tiempo, somos conscientes de que todo ha sido una novatada. Otra más. Y así, hasta la próxima.
Quizá este giro del ámbito estudiantil al político haya roto la cintura a más de uno de mis pacientes lectores, en cuyo caso pido disculpas y me ofrezco a recomendarles un buen traumatólogo. De todos modos, me queréis como soy. ¿O no?
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