Ayer asistí a la representación en Logroño de El hombre almohada, adaptada por David Serrano del original The Pillowman (2003), del británico Martin McDonagh. Una obra desgarradora sobre el maltrato infantil, en la que un joven con discapacidad intelectual es acusado de varios infanticidios inspirados en ciertos relatos escritos por su hermana mayor.
Por una macabra ironía, la única representación de esta obra en nuestra tierra se ha llevado a cabo tres días después de la terrible noticia del asesinato de un niño a manos de un perturbado con un escalofriante historial criminal. Supongo que ninguno de los que estábamos anoche en el teatro Bretón de los Herreros podía quitarse de la cabeza la inquietante analogía. Pero, mientras en el anónimo estado policial en el que se desenvuelve la acción, la policía está presta a ejecutar al sospechoso en la misma tarde de su arresto, en nuestra realidad el asesino que violó y apuñaló salvajemente a una joven en 1998, paseaba hace cuatro días por las calles de Lardero, buscando y encontrando a su siguiente víctima. Ninguna de las dos soluciones nos deja tranquilos.
Pero volvamos a la representación. Independientemente de los ecos mencionados, El hombre almohada en versión de David Serrano es una función conmovedora, impactante, con una escenografía sobria pero envolvente, iluminación y efectos musicales impecables, y una brillante puesta en escena en momentos de especial dramatismo que se consigue mediante el uso de máscaras y marionetas. Si en la obra original de McDonagh los cuatro personajes son masculinos, en esta adaptación española se ha aplicado el sano criterio de paridad, lo que trae la ventaja de que el escritor Katurian ha pasado a ser una heroína encarnada por Belén Cuesta, quien sabe ser insegura, tierna, irónica, airada, desafiante, patética, implacable… y mil emociones más. También es destacable el papelón que hace Ricardo Gómez como su hermano Michal.
Si siempre he pensado que los actores de teatro son seres de algún modo superdotados, no solo de una memoria prodigiosa, sino también de una envidiable vitalidad, el evidente resfriado que sufría ayer Belén Cuesta me confirma en mi admiración superlativa. Una actriz de su nivel no puede permitirse una baja por enfermedad, y, entregándose a su público, lo da todo sobre el escenario durante dos horas y media, aunque el cuerpo se le caiga a pedacitos. Chapó.
Pero tal reciedumbre de los profesionales del espectáculo no es tan meritoria en los espectadores, mucho más contingentes, quienes deberían quedarse en casita si la salud no les acompaña, y máxime en estos estadios (¿finales?) de una pandemia. Pues bien, anoche una de las sombras de esta función fue un continuo resonar por el teatro de toses persistentes, a un ritmo aproximado de una por minuto, en ocasiones ahogando el discurso de los actores. Los ecos provenían de diversos puntos del aforo, así que es posible que hubiera unas ocho o diez personas con resfriado o algo peor, que no quisieron perder su entrada ni donarla a familiares o amigos, aún a costa de propagar sus virus entre el respetable. La separación entre espectadores durante las dos horas y media es la de siempre, como antes de la pandemia, a pesar de que a la salida nos instaran a guardar filas con distancia de seguridad, una paradoja que me recordó a la de los aeropuertos.
El mundo, en efecto, es un gran teatro, como dijo el sabio. Esta es la primera función teatral a la que asisto tras la crisis por covid. Y, a pesar de estar ante El hombre almohada, lo que allí vi me indujo a todo menos al sueño.
Comentarios
Publicar un comentario