Este año se conmemora el 70 aniversario de la muerte de uno de los escritores ingleses más emblemáticos del siglo XX, George Orwell (1903-1950). Un hombre valiente y auténtico, divertido y trágico. Socialista convencido, acaso en esa modalidad básica de quien lucha contra la miseria y las injusticias, hoy en día algunas facciones de la izquierda no le quieren ver ni en pintura.
Hace unos años tuve el privilegio de traducir al castellano y prologar su primera obra, Vagabundo [=Sin blanca] en París y Londres, en la que describe cómo un joven de buena familia opta voluntariamente por vivir la fortuna de los desheredados para así conocerla de primera mano. Pero la experiencia de Orwell que sin duda más me marcó fue mi lectura de 1984, ese tratado de filosofía política en forma de novela (como tal es más bien flojilla) que denuncia la permanente amenaza de los estados totalitarios que pretenden sustituir la realidad por su ideología, presentada como todopoderosa e incuestionable.
“La guerra es paz, la libertad es esclavitud, la ignorancia es fuerza” son los tres eslóganes que repite la maquinaria del partido en el poder, hasta conseguir que la ciudadanía los asimile de modo irreversible y que esté en condiciones de aceptar la cuadratura del círculo (o que “2 + 2 = 5”). Esta reeducación colectiva se consigue, además de mediante la propaganda incesante unida a la represión de una cruel policía del pensamiento, con una reelaboración del lenguaje, de tal modo que se supriman las acepciones del vocabulario que resulten contrarias al mensaje del poder. Y esto complementado con un ritual de odio mediante el cual se empuja a las masas a que abominen colectivamente de quien consiga escapar de esta red, el contrarrevolucionario o disidente, si es que queda alguno.
Orwell me ha dejado una impronta indeleble en forma de permanente desconfianza hacia los dirigentes que imponen su ideología abusando de los mecanismos coercitivos y propagandísticos del poder, al tiempo que buscan reescribir la historia de modo que encaje con la doctrina ortodoxa (¿nos suena esto?). Y, por culpa de Orwell, cada vez me identifico más con un personaje de su libro anterior, en el que ensayó temas similares en forma fabulística: Benjamín, el asno de Rebelión en la Granja, demasiado veterano y escéptico para que le engañen los mesiánicos revolucionarios de la granja –unos cerdos, a la sazón—, a quienes ve convertirse, con el paso del tiempo, en un remedo aún más temible de los antiguos amos contra los que se sublevaron. De nuevo, ¿nos suena esto?
Comentarios
Publicar un comentario