A propósito de 1984 de Orwell, un aspecto no pequeño de la degradación que sufren los habitantes de ese mundo distópico lo marca el contraste entre la realidad que perciben y el relato de la maquinaria propagandística del estado. El indicador de la derrota final del individuo es el sometimiento a lo que le cuentan, por encima de lo que ve con sus propios ojos. Esta derrota de la realidad presenciada frente a la elocuencia del poder tiene muchas dimensiones, y daría para mucho, pero ahora pretendo aplicarlo a la crisis laboral que experimenta España en los últimos meses como consecuencia, directa pero no exclusivamente, de la pandemia.
Según los últimos datos de la Encuesta de Población Activa del INE, España tiene una tasa de paro de 15,33% (16,2% según Eurostat), la mayor de toda la Unión Europea, y la cosa se dispara al 44 % cuando se trata del empleo juvenil. El problema es muy serio y no pretendo frivolizarlo. Detrás de estos casi 3,5 millones de parados laten muchas tragedias personales, familiares y económicas. Sin duda la pandemia ha herido fatalmente a sectores como el turismo o la hostelería, la automoción, la confección o el entretenimiento. Pero en ocasiones estos datos globales contrastan con la experiencia que se nos ofrece día a día, que permanece tozudamente ante nuestra vista.
Pondré un ejemplo que me toca de cerca. En mi comunidad de propietarios llevamos más de dos años de obras de rehabilitación de estructura, que ha obligado a los residentes y profesionales a desalojar el edificio desde el inicio. En principio iba a durar tres meses, pero llevamos veinticuatro. La empresa constructora se lo toma con calma, y si te pasas por la obra lo más habitual es que encuentres tan solo a uno o dos obreros de faena. Que cada mes de retraso genere cuantiosas pérdidas parece que les trae bastante sin cuidado. Cuando hemos llamado la atención sobre el particular, el responsable de la constructora replica que no es nada fácil encontrar mano de obra.
Otro ejemplo también de la construcción: de parte de una persona extranjera solicité hace unos dos meses presupuesto para la rehabilitación de una casa de campo (es decir, una obra sustancial) a tres empresas de albañilería, insistiendo en que era una primera aproximación, que no se debían complicar mucho haciendo cálculos detallados. Pues bien, no he recibido aún ninguno. ¿Es esto serio?
Un último apunte. El comienzo del otoño en La Rioja lo marca la llegada de temporeros, es decir, trabajadores extranjeros que vienen para hacer el trabajo que rechazamos los autóctonos. Recordemos que en abril surgió la alarma en el campo de que no había suficiente mano de obra para la recogida de la fruta, y que hacía falta unos 100.000 trabajadores difíciles de reclutar. El problema era que las fronteras estaban cerradas y no podía acudir ese porcentaje habitual de trabajadores extranjeros en torno al 85%. Pero, ¿es esto compatible con la tasa de paro más alta de la Unión Europea?
Afortunadamente, tras mucho pensar y quizá convocar a toda la plana de asesores y expertos de confianza, el ministro de Agricultura se pronunció entonces: “Una posible solución sería la contratación de trabajadores del entorno local, personas que en estos momentos se encuentren sin ocupación y que podrían colaborar en estas tareas” (La Vanguardia, 1/4/2020). Menos mal que hay alguien que piensa en este país.
Soy consciente de que esta perspectiva es muy reducida, y que el problema del desempleo es infinitamente más complejo. Pero también estoy seguro de que usted, lector, podría aportar otro puñado de ejemplos que se han plantado tozudamente ante su vista, y que sugieren que la solución no es llegar al punto en que todos cobremos de los subsidios hasta que reviente la hucha. Sin duda, algo estamos haciendo mal.
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