En estos días de confinamiento universal, casi el único contacto con la humanidad ocurre a las 8 de la tarde, cuando salimos a los balcones y ventanas a aplaudir al heroico personal sanitario. En muchos casos nos da la oportunidad de conocer un poco más a nuestros vecinos, en un sentido superficial y anónimo, pero al menos con algo más de atención que hasta la fecha.
Entre los que se asoman al edificio frente a mi balcón está una familia con cuatro menores; uno de ellos, que calculo en torno a los nueve o diez años, tiene una voz cristalina pero potente, y aprovecha esos minutos para desahogarse. Recuerdo que los primeros días celebraba la falta de colegio y las bondades del confinamiento. Ahora ya no. Entre los aplausos y pitidos no siempre distingo del todo sus palabras, pero suele dar ánimos calurosamente a todo el que le esté escuchando.
No me deja de cautivar y edificar esta inocencia infantil. Pero cuando pienso en esa familia, y en las millones como ella, se me ponen los pelos de punta. Calculo que el piso donde viven cuatro menores y sus progenitores tendrá unos 80 metros cuadrados, sin balcones siquiera, ni patio interior. Los niños llevarán dos semanas sin salir de las cuatro paredes, viendo televisión hasta reventar, sin tomar el sol ni el aire... Y lo que les queda.
Me consta que en otros países que también han tomado medidas estrictas de seguridad se permiten paseos breves y algo de ejercicio sin tener que engañar con una bolsa de compra a la autoridad. No es lo mismo vivir en el campo o en un casoplón que hacinarse en 70 u 80 metros cuadrados urbanos, día sí día también. Y no acabo de entender que sacar al perro sea motivo que justifique una salida, pero pasear a un bebé, o que un diabético camine un poco, no lo sean.
En fin, supongo que alguien más documentado que yo habrá justificado estas medidas antes de ser decretadas. Pero mi fe en quienes se encargan de pilotar nuestra nave zozobrante entre la tempestad a veces flaquea. De momento, solo se me ocurre secundar a mi vecinito, el de la voz cristalina y potente, cuando grita a los cuatro vientos: "¡Ánimo a todos!"
Entre los que se asoman al edificio frente a mi balcón está una familia con cuatro menores; uno de ellos, que calculo en torno a los nueve o diez años, tiene una voz cristalina pero potente, y aprovecha esos minutos para desahogarse. Recuerdo que los primeros días celebraba la falta de colegio y las bondades del confinamiento. Ahora ya no. Entre los aplausos y pitidos no siempre distingo del todo sus palabras, pero suele dar ánimos calurosamente a todo el que le esté escuchando.
No me deja de cautivar y edificar esta inocencia infantil. Pero cuando pienso en esa familia, y en las millones como ella, se me ponen los pelos de punta. Calculo que el piso donde viven cuatro menores y sus progenitores tendrá unos 80 metros cuadrados, sin balcones siquiera, ni patio interior. Los niños llevarán dos semanas sin salir de las cuatro paredes, viendo televisión hasta reventar, sin tomar el sol ni el aire... Y lo que les queda.
Me consta que en otros países que también han tomado medidas estrictas de seguridad se permiten paseos breves y algo de ejercicio sin tener que engañar con una bolsa de compra a la autoridad. No es lo mismo vivir en el campo o en un casoplón que hacinarse en 70 u 80 metros cuadrados urbanos, día sí día también. Y no acabo de entender que sacar al perro sea motivo que justifique una salida, pero pasear a un bebé, o que un diabético camine un poco, no lo sean.
En fin, supongo que alguien más documentado que yo habrá justificado estas medidas antes de ser decretadas. Pero mi fe en quienes se encargan de pilotar nuestra nave zozobrante entre la tempestad a veces flaquea. De momento, solo se me ocurre secundar a mi vecinito, el de la voz cristalina y potente, cuando grita a los cuatro vientos: "¡Ánimo a todos!"
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