Cuando antes oía hablar de la condena de “arresto
domiciliario”, siempre me parecía una especie de broma, una caricatura de la
auténtica reclusión. Pero hoy, el día en que los españoles comenzamos a vivir
las medidas del estado de alarma por el Covid-19, me está cambiando un tanto la
percepción. Y no es que me sienta como Lorent Saleh en la prisión de la Tumba,
gracias al Cielo, pero esto es lo más cercano a una condena inmerecida que he
sentido hasta la fecha (¡y eso que hice doce meses de servicio militar!).
Por supuesto que quienes están en primera línea en el
cuidado de seres queridos o pacientes se encuentran en otro plano, el de la
entrega de sí mismos que linda con el heroísmo. Hablo ahora de los que de
momento libramos pero tenemos que cumplir con el confinamiento. ¿Cuál es la
actitud más sabia para afrontarlo?, nos podemos preguntar. Una opción es no
darle muchas vueltas y dejarse llevar por los afanes diarios: aprovechar para
recuperar sueño, leer y amortizar el Netflix; asumir la desaparición del
alcohol (sanitario) en los supermercados y las carreras por el papel higiénico;
reir con la multiplicación de chistes ociosos que se reenvían por whattsap; atender
las amables recomendaciones propias del didacticismo hispano, desde cómo
quitarse unos guantes de látex hasta qué páginas web nos ayudarán a sortear el
aburrimiento, pasando por si hay que dar ibuprofeno o paracetamol.
Otros, sin embargo, no pueden evitar darle una y mil vueltas
a la situación. Lo primero y más terrible, el miedo a caer infectados, y a que
alguno, más vulnerable, de los nuestros se quede por el camino. Pero también nos
asalta el intento de cuantificar si esta situación durará dos semanas, dos
meses…, o mucho más. O la imposible tarea de calcular el impacto económico,
profesional y humano que esto tendrá en nuestras vidas a la larga. O la lectura
política, la de considerar que tan solo hace siete días los mismos que hoy nos
obligan a recluirnos eran los que nos animaban a salir a la calle en multitud,
tanto lo uno como lo otro por un acendrado sentido de responsabilidad y solidaridad.
Quizá este folklórico equipo ministerial no inspire la mayor de las confianzas,
pero siempre hay quien lo hace peor, como el business as usual y el si-te-ha-pillado-el-virus-jodeté del temible
Boris Johnson.
Sí, todo esto entra entre nuestras pesadillas actuales. Pero,
si tuviera que sacar la esencia del presente estado de alarma, quizá me quede
con la nueva conciencia de vulnerabilidad que nos ha sobrevenido. Acaso
habíamos llegado a creernos el centro del universo, sujetos con derechos inalienables
y altas expectativas, seguros de nuestros principios y de nuestro móvil de
última generación. Pues bien, la noticia es que no, que somos contingentes, vulnerables
a cualquier aleteo de mariposa en el universo.
Y, para responder a la pregunta inicial, quizá lo más sabio
sea desempolvar, en el idioma que sea y en el tono que cada uno sepa, una
clásica petición. La que decía, y dice: “Líbranos del mal”.
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