Uno de los momentos más impactantes de mi última semana (y
quizá del mes) ha sido oír a Lorent Saleh, el joven activista pro derechos
humanos en Venezuela, narrar su encarcelamiento y tortura a manos del gobierno
de Maduro, en un acto público que tuvo lugar en el Centro Ibercaja de Logroño
el 27 de febrero pasado.
Lorent se sintió llamado
luchar por las libertades en su país siendo aún un adolescente en 2007,
cuando supo que Chávez había ordenado silenciar el último foco mediático de
disidencia, la cadena de noticias RCTV. Durante años encabezó numerosas protestas
estudiantiles exigiendo libertad en su país. Las cosas fueron a peor y tuvo que
exiliarse a Colombia. Un triste día, le metieron en un furgón y, sin abogados
ni juicios, le encerraron en una prisión venezolana de máxima seguridad. Tenía
veintiséis años y empezaba su peor pesadilla. Permaneció primero tres años en la cárcel subterránea de la policía
política bolivariana conocida como “La Tumba”, desnudo y aislado, sin noción
del tiempo ni del calendario, pasando frío o calor según cómo regularan la
temperatura sus carceleros. A esta tremenda tortura psicológica luego se añadió
otra brutal, pues, aún sin defensa ni juicio, le trasladaron a una cárcel común
(el “Helicoide”) donde a menudo recibía palizas para que delatara a compañeros.
Gracias a doña Yamile, una madre-coraje por antonomasia que jamás se rindió y llamó a infinidad de puertas, la comunidad
internacional hizo suya la causa y abogó por su liberación. En 2017, con Lorent
aún en prisión, la Unión Europea le concedió el premio Sajarov de los Derechos
Humanos. Finalmente las presiones diplomáticas dieron fruto, y en 2018 pudieron
traerle a España, bajo condición de no regresar a Venezuela. (Ver entrevista)
Laurent tiene ahora 31 años. Es aún joven, claro, pero ha
sufrido más que muchos ancianos. Sin embargo, al oírle hablar de sus
permanentes heridas en alma y cuerpo infligidas por una dictadura de odio, no
hay amargura en su voz. Lo más llamativo de todo es que parece haber conseguido
algo fuera del alcance de la mayoría de los mortales: perdonar a sus
torturadores. Lorent lo resumió con un expresión más fácil de
decir que de cumplir: “Si hubieran conseguido hacerme odiar, habrían logrado
doblegarme de verdad”. En fin, toda una lección de perdón y entereza. Supongo que
quien haya pasado por los sufrimientos de Lorent acaba o desquiciado o sabio.
Y un asunto (¿menor?) para terminar. La audiencia en
el acto fue entusiasta pero no agotó las 120 plazas habituales de la sala de
Ibercaja. Y yo, algo dado a comparar, pensaba: ¿por qué una joven activista
como Gretta Thunberg se convierte en una superestrella mediática y colapsa las
cámaras, mientras este otro joven, que ha arriesgado y sufrido infinitamente más,
permanece un desconocido y pasa desapercibido ante la opinión pública? ¿No se
merece algo más de seguimiento un premio Sajarov de los derechos humanos? ¿O,
al menos, no se merece que algún cargo político se digne personarse en la sala?
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