La semana pasada escribí sobre el rostro que más aparece en la prensa escrita (de los diarios de Vocento, al menos), sin que acaso millones de lectores se fijen en él. Siguiendo con este tema apasionante, la recurrencia de personas o motivos en los medios, esta semana he reparado en una notita escondida en las páginas de Internacional: el presidente de Ruanda, Paul Kagame, ha renovado por cuarta vez su mandato, tras haber conseguido el 99,18 % de los votos.
Kagame (prohibido el chiste
fácil en este respetable foro) lleva siendo presidente de Ruanda desde hace
tres décadas. Parecía difícil superar sus resultados de las últimas elecciones
hace siete años, un 98,79 %, pero todo es posible si se tiene fe. Debe de ser
muy querido por su pueblo, pues nunca ha bajado del 93 %. De hecho, sus dos
únicos contrincantes consiguieron tan solo calderilla, poco más que los votos
de amigos y familiares: un 0,53% Habineza, del Partido Verde, y un 0,32 % Mpayimana,
independiente.
Sin embargo, observatorios
como Humans Right Watch interpretan estos resultados como índices alarmantes de
la ausencia de democracia en Ruanda. La nota publicada el pasado jueves concluye
afirmando que el mandatario ha vencido “después de que las principales figuras opositoras
hayan sido asesinados [sic] o encarceladas y no hayan podido presentarse a las
urnas.” Un pequeño detalle.
La parquedad de la noticia y la insignificancia de sus ecos sugieren
que el presente de Ruanda, país que tristemente acaparó el foco de los medios en
1994, ahora apenas nos importa. Nadie monta acampadas en los campus universitarios
para protestar por la situación. Ahora nos queda muy lejos, sea geográfica o
mentalmente. Pero, al menos, el caso de Kagame nos debería recordar la amenaza
de esta verdad universal: el poder tiende a acaparar, y, si no se le pone
contrapesos, se perpetúa, avasalla y reprime. Esto vale para países lejanos y
cercanos.

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