No, no se trata de un comentario de los resultados de las elecciones de la anterior semana, sino de la republicación de mi microrrelato más electoral, que compuse para consolar a los derrotados en las elecciones de todo tipo. No es la primera vez que lo cuelgo, pero quizá mis más recientes lectores no lo conozcan.
Por cierto, mi entrada de la semana pasada fue publicada antes del escrutinio de las elecciones autonómicas y municipales, así que mi conclusión no estaba dirigida ni a unos ni a otros en particular. A quien Dios se la dé, san Pedro se la bendiga, que se decía.
DERROTA ELECTORAL
La verdad es que él no había querido concurrir a estas elecciones.
Se había dejado liar. Claramente, no tenía madera de político. Hablaba bien, eso era innegable, incluso mejor que nadie, pero le faltaban los rasgos que configuran el perfil del político profesional. La doblez, por ejemplo. A él le gustaba ir con la verdad por delante, y ya se sabe que con semejante planteamiento no se puede llegar muy lejos.
Quizá desde una perspectiva externa se podría haber supuesto que su contrincante apenas tenía posibilidades frente a él. Pero tal hipotético observador externo estaba, a las claras, equivocado. Su contrincante, a pesar del abultado historial delictivo y de su aparente inadecuación (el “Hijo de papá”, le apodaban), acabada de conseguir el respaldo popular unánime. Quizá, bien mirado, también fuera problema del equipo que acompañaba a nuestro candidato. Bueno, “acompañaba” era un decir, pues ahora, en el momento de la verdad, le habían dejado tirado. En este instante en que su humillante derrota resultaba patente, sus compañeros de candidatura no aparecían por ninguna parte. Quizá ahora estuvieran incluso pactando con el adversario algún trato ventajoso, o, en el mejor de los casos, recluidos en la sede del partido, cabizbajos.
Pero él callaba. En realidad, no había querido concurrir a las elecciones. Había sido cosa del gobernador, y él se había dejado llevar. Tampoco es que el sistema electoral estuviera muy avanzado en aquella época. No había urnas, ni papeletas, ni siquiera voto a mano alzada. Tan solo la fuerza de las gargantas decidía el futuro del candidato.
–Suéltanos a Barrabás –insistían–. Y, a ese, crucifícale.
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