Como preparación para lo que (Dm) será mi sexta novela, en los últimos días me vengo zambullendo en episodios de mis años mozos, y mi memoria me ha retrotraído a uno de los más estrafalarios de mi vida escolar, que ahora comparto con mis amigos, lectores y voyeurs.
Estábamos en 3ª de BUP (16 años) en clase de la profesora de Historia, la pequeña gran Milagros, quien nos había dividido en grupos de tres o cuatro compañeros para trabajar unas fichas grupales. Todo un avance pedagógico frente a la plúmbea clase magistral, pero lo normal era que acabáramos charlando de cualquier cosa menos de las guerras púnicas. Uno de los grupos vecinos coincidía con el de la cuadrilla de JB, un chico bien con vocación prematura de mosca testicular. Uno de sus amigos era AG, un tipo alto y desgarbado que vestía con corbata porque decía que de este modo se acostumbraría al uniforme cuando ingresara en la academia militar, y que públicamente se confesaba de sensibilidad decimonónica y a mucha honra.
Pues bien, en un momento en que atravesé el pasillo cercano a ellos percibí que estaban despellejando verbalmente a un amigo mío ausente. Presa de la indignación les reconvine y les llamé cotillas y porteras (con perdón del colectivo laboral, añadiría ahora). Los demás no se sintieron muy aludidos, pero AG, sin perder la serenidad se levantó y me contestó que se sentía ofendido por ese calificativo, y que según el código de honor (decimonónico) yo le debía una reparación, que debía ser satisfecha mediante un duelo. Al ser la parte ofendida, continuó, le correspondía elegir arma, y optaba por la pistola. En ese momento me pareció una ocurrencia graciosa, le seguí la broma, y le dije que bien, que pistola y padrinos, lo que quisiera.
No pensé que el incidente tuviera más cola. Pero fueron pasando los días y AG me recordaba insistentemente el compromiso, con una seriedad que me empezaba a inquietar. En un momento dado me declaró que ya había decidido el lugar, día y hora para el duelo, y que sería el próximo viernes. Yo seguía condescendiendo con una media sonrisa cada vez más nerviosa, pero empezaba a sospechar que algo no del todo sensato se escondía tras su mirada de aparente autocontrol.
Llegó el viernes, y AG trajo a clase dos pistolones en un elegante estuche, y me recordó con gran seriedad los detalles del encuentro. Al llegar a este punto, se me quitaron las ganas de broma. Entonces, ¿te echas atrás como un cobarde?, me espetó. Ante esta imputación que a Marty McFly tanto soliviantaba, respondí, un tanto desesperado, que todo lo que le podía conceder era una pelea tradicional cuerpo a cuerpo, de tú a tú y sin padrinos. Él me contestó que no le hubiera importado esta modalidad, pues llevaba mucho tiempo entrenando los puños golpeando las paredes (sic), pero si yo rechazaba las condiciones iniciales del duelo, sería un hombre sin honor. Pues para ti la perra gorda, le transmití con palabras equivalentes.
No sé si hoy en día esto se consideraría bullying, bulleting, o qué. Tampoco tengo claro qué habría sido peor, que me hubieran volado la cabeza o haber renunciado al honor. En cualquier caso, AG nunca llegó a ser admitido en la academia militar.
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