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NUESTRA LENGUA COMÚN

Adapto una breve charla que me pidieron los amigos de Neos en la presentación de la iniciativa en Logroño. Se puede ver el acto completo por YouTube en este enlace (1:06-1:16).

A todos los riojanos (de nacimiento o adopción) nos enorgullece pensar que la segunda lengua materna por número de hablantes en el mundo (después del chino mandarín) dio sus primeros pasos en nuestra tierra, y que su primera transmisión escrita se encontró hace unos mil años a pocos kilómetros de Logroño, en el monasterio de San Millán de la Cogolla. El español o castellano es el vehículo con el que se comunican 591 millones de personas en todo el orbe. Pero, además de ser el canal de comunicación habitual de un 7,5 % de la población mundial, a lo largo de su trayectoria nuestro idioma ha servido para trasmitir mensajes imperecederos de sabiduría, filosofía, humanismo, ciencia, poesía, mística… España ha protagonizado gestas memorables, ha dado al mundo figuras insignes de descubridores, poetas, artistas, santos, fundadores… ejerciendo una influencia insustituible expresada en español. Un Cervantes es el padre de la novela universal, y un Ignacio de Loyola fundó la orden religiosa acaso más internacional y con mayor peso en la educación, por poner tan solo dos ejemplos. 

La Rioja como cuna del castellano (y del euskera) es una realidad que configura la identidad de los riojanos. Como no podía ser de otra forma, las administraciones públicas han sido sensibles a este rasgo identitario, y han procurado impulsar iniciativas para aprovechar este potencial. Además del compromiso fundacional de la Universidad de La Rioja (mi casa) de ofrecer estudios de lengua y literatura hispánica desde sus orígenes en 1992, nuestra tierra alberga importantes iniciativas e instituciones, como la Fundación San Millán de la Cogolla,  el Cilengua, la Fundación Dialnet, y otra docena de destacadas empresas como Arsys, UNIR,  Gnoss, Bosonit o Educaline. En la actualidad se destinan recursos públicos para potenciar el español como herramienta de desarrollo en dimensiones como el aprendizaje, la ciencia, el turismo, la cultura, las oportunidades de negocio, la inteligencia artificial… Así, financiado por los fondos europeos Next Generation se está impulsando desde el gobierno autonómico el PERTE denominado Valle de la Lengua, y recientemente se anunció la ubicación en La Rioja de un Observatorio Global del Español, dependiente del Instituto Cervantes, y de los ministerios de Asuntos Exteriores, Asuntos Económicos y Educación. 

En este contexto de interés por las potencialidades del español, ¿se podría considerar que corre algún peligro como lengua común? No es inverosímil. Se supone que el castellano es la lengua oficial del Estado y “todos los españoles tienen el deber de conocerla y el derecho de usarla”; pero es patente que este artículo tercero de la constitución, como algunos otros, se vulnera incluso desde las instituciones creadas por esta. Citando al gran pensador Arnaldo Otegui (solecismos aparte): “[Si queremos que] algún día España sea roja, republicana y laica, esa España tendrá que estar anteriormente rota”. Los colectivos que siendo españoles no se sienten como tales, y cuyo objetivo político prioritario es la ruptura de y con España (lo que no es óbice para que sean piezas clave en el gobierno de la nación), tienen en su punto de mira desbaratar ese papel unificador del idioma castellano. Es de sobra conocido cómo los progenitores de niños catalanes han de librar una auténtica guerra de desgaste para que sus hijos puedan cursar asignaturas en castellano, y que con frecuencia son objeto de acoso por parte de los propios profesores. Los episodios en esta contienda son innumerables, y no tenemos espacio para hacer aquí un recorrido, así que mencionaré solo uno reciente (30 de mayo), por el que el Govern aprobó un decreto para pasarse por el forro legislativo la sentencia del Tribunal Superior de Justicia de Cataluña que obligaba a garantizar el veinticinco por cierto de la educación en castellano. 

En otra línea relacionada, la presidenta de la asociación “Hablamos Español”, Gloria Lago, denunció recientemente a propósito de la expresión oficial de los topónimos, que España “es el único país que prohíbe el uso oficial de palabras del idioma oficial”. En efecto, aunque podríamos decir Lérida y Lleida, Sanxenso y Sangenjo, Girona y Gerona, las distintas administraciones rehúsan la opción castellana, e incluso la prohíben. El gobierno gallego (presidido por el actual líder del PP) publicó un borrador de decreto que “pretendía que no se pudiera utilizar topónimos en español como La Coruña en actividades empresariales o de compra venta de viviendas, ya no solo en la comunidad [gallega] sino en todo el país”. Sin embargo, sí buscan que en los libros de texto de las escuelas e institutos “solo aparezcan los nombres en gallego incluso para topónimos de fuera de Galicia: Xaén, Xibraltar, Xetafe, Cidade Real...”. 

Otro frente que puede abrirse es el relativo al uso ideológico del lenguaje. Es algo que entendió George Orwell en su clarividente novela 1984: quien quiera cambiar el modo de pensar de una sociedad debe cambiar el significado de las palabras clave. En la distopía orwelliana, por ejemplo, los gobernantes aspiraban a reducir el significado del adjetivo “libre” para que se restringiera a usos como “libre de piojos” y similares, de tal modo que en un futuro próximo ningún ciudadano pudiera plantearse qué es eso de la libertad. Podemos poner muchos ejemplo de significados restringidos que se atribuyen a expresiones como “memoria histórica”, “dignidad”, “diversidad”, “inclusividad”, “empoderamiento”, o la aplicación de “fascista” a todo aquel que no comulgue con el credo dominante. 

Todos somos testigos en nuestros puestos de trabajo de la actual imposición de una utilización ideológica de la gramática, aún a costa de enmendarle la plana a la Real Academia. Con frecuencia lo que empezó como un manierismo pintoresco (“los vascos y las vascas” de Ibarretxe) ha pasado a ser norma de estilo en las administraciones públicas de obligado cumplimiento. A feministas convencidos como yo, que creemos en la igualdad (si no superioridad) de la mujer, en su inteligencia, entrega y capacidad de trabajo, estas imposiciones nos obligan —so pena de heterodoxia o incluso sanción— a transformar el estilo en un trabalenguas como peculiar profesión de fe progresista, y a dinamitar tres de las características deseables en el uso de la lengua: claridad, concisión y (si se puede) elegancia. 

Al hablar de la importancia de la lengua, no conviene olvidar que, además de servir de vehículo de comunicación diaria de casi 600 millones de hablantes, hay un plano superior de la expresión que llamamos literatura con mayúscula, esas joyas del arte de la palabra cuyos autores han alcanzado una especial excelencia en el modo de presentar ideas, personajes, situaciones, sentimientos, etc. Una vez más, el castellano ha servido de vehículo de expresión de grandes genios literarios de talla universal. Cervantes, Santa Teresa, Lope de Vega, Quevedo, Rosalía de Castro, García Lorca, Antonio Machado, Unamuno, Juan Ramón Jiménez, Miguel Delibes y tantos otros son patrimonio de la humanidad y no solo de nuestra nación. Es importante destacar que todos estos escritores universales mencionados recibieron inspiración en mayor o menor medida de su trasfondo humanista cristiano, acaso un ingrediente muy necesario para que sus escritos llegaran al fondo del alma de sus múltiples generaciones de lectores. 

San Juan inicia su evangelio con la famosa frase: “En el principio era el Verbo”, que han ocasiones se traduce como “la Palabra”, o “el Logos”, en definitiva, la Razón. Una conciencia de la importancia de mimar nuestra lengua, que es nuestro instrumento para expresar el Logos, está en la raíz de todo perfil humanista, que pretende convencer mediante el diálogo, el debate, y la razón. En principio podríamos aprender varios idiomas extranjeros si tuviéramos tiempo, medios y disposición, pero nuestro idioma materno siempre será el que nos permite ir a la raíz de nuestra esencia y nuestro ser. Y si Carlos I decía que, a diferencia del alemán, apto para conversar con su caballo, utilizaba el español para hablar con Dios, no me cabe duda de que quien habla con Dios lo hace también con lo más profundo de uno mismo.


 

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