Ya que en su momento hice un comentario sobre los aspectos sociológicos del exitoso thriller La Casa de Papel, me apetece, recién terminada la quinta temporada, retomar la crítica de esta serie que ha logrado cotas tan impresionantes de audiencia. Hoy me limitaré a una valoración general de la evolución de la historia, y la semana próxima (D.m) volveré a cuestiones de trasfondo.
Mi impresión de esta quinta parte es que La Casa de Papel ha caído en el mal propio de toda serie de éxito: estirarse a toda costa, hasta que acabe por derribo. No deja de ser entretenida, que conste, pero el atractivo equilibrio de expectativas, tensión, sorpresa y complejas relaciones entre un conjunto de entrañables ladrones ha devenido un continuado estruendo de cañonazos, ráfagas de ametralladora, explosiones y juramentos.
En estos momentos los bandidos (y acaso los espectadores) no saben por qué están encerrados en el Banco de España: si es la suya una cruzada por la justicia social, si quieren vengar el maltrato de un compañero, si pretenden denunciar las cloacas del estado, reivindicar el reparto justo de la riqueza, o meramente forrarse el higadillo para vivir como dioses en un paraíso fiscal sin leyes de extradición.
Es verdad que una cierta dosis de incoherencia en un personaje le aporta riqueza y atractivo, pues los humanos somos impredecibles y contradictorios, pero ya desde la cuarta temporada nuestros adorables atracadores empezaron a evolucionar en unas derivas un tanto disparatadas, con unos cambios de humor y de lealtades repentinos, explosivos, y bastante infantiles. Cierto, el guion de una serie larga debe aportar giros imprevistos para mantener el interés, la irrupción periódica del conflicto, dicen los manuales (supongo). Pero hacer esto a costa de sacrificar a los personajes es demasiado facilón.
Así, parece metida con calzador la subtrama retrospectiva que atañe a Berlín, transformado milagrosamente en hermano del Profesor a partir de la tercera temporada (mi teoría es que el personaje encarnado por Pedro Alonso tuvo éxito y se le resucitó mediante flashbacks periódicos de pasmosa incoherencia). Otro ejemplo es el caso del atracador llamado Palermo (Rodrigo de la Serna), que en la cuarta temporada traiciona a los suyos y libera a Gandía (el malvado guarda de seguridad que ahora resulta ser capitán de infantería, además de xenófobo, homófobo, tránsfobo, facha y todo lo peor), quien gracias a esta ayuda acabó matando a la alocada Nairobi (quizá el personaje más entrañable, encarnado por Alba Flores). Pues bien, Palermo no solo vuelve a estar ahora al mando del contingente atracador en el interior del recinto, sino que se permite pronunciar algunos de los discursos que más aportan la moralina del producto.
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