Uno de los frutos (espero que no el más granado) de mi
confinamiento ha sido ver las temporadas 3 y 4 de “La casa de papel”, la serie
revelación de Netflix. Por supuesto, es un orgullo patrio que una serie
española se coloque a la cabeza de las cuotas de audiencia y adquiera semejante
proyección mundial (la serie de habla no inglesa más vista de la cadena, Emmy
Internacional 2018, etc.). El guion es ágil, la acción trepidante, los
personajes atractivos, y la parte técnica, que ya era buena en las dos primeras
temporadas, ha mejorado substancialmente gracias a la inyección de presupuesto
de Netflix. Un producto excelente, vamos. ¿Y algún pero? (¡cómo me conocéis!).
Quizá uno, que impregna toda la serie y que se podría aplicar a cierto número
de producciones españolas de éxito: tras la historia apasionante se esconde una
moralina, una forma más o menos sutil de conducir la trama y personajes para sugerir al espectador la correcta interpretación.
La primera manipulación emocional se lleva a cabo al nivel
de los personajes. Los protagonistas son entrañables y humanos, a pesar de ser
ladrones, secuestradores, y, algunos de ellos, asesinos. Al final el roce hace
el cariño, y el espectador es invitado a absolver sus delitos en vista de lo
majos que son, o de lo mucho que se quieren entre ellos (aunque tengan sus
peloteras, muchas de ellas inverosímiles). El cerebro de la banda no es un
supervillano sin escrúpulos, sino un joven “profesor” con barba, de altas
capacidades intelectuales, sensible y culto, capaz de dar su vida por sus
compañeros, que ahora son su familia.
Por el contrario, los representantes de las fuerzas del
orden y del sistema son autoritarios, mentirosos, torturadores, hideputas y (valga
la redundancia), fachas, en ocasiones con un evidente tufillo pepero, como
cuando el comisario-cabrón exhorta a una compañera: “Sé fuerte” (y es que la
serie arrancó en 2017… aunque desde entonces la España real haya cambiado
mucho, y en especial el CNI). Atención a la caracterización de la “mala” de
estas temporadas 3 y 4: embarazada y siempre con cruces colgando del pecho.
Estos entrañables ladrones no buscan tanto su beneficio
(aunque acaben forrados) como el convertirse en partisanos de “la resistencia”,
ser esa voz de la conciencia social que denuncia el indignante funcionamiento
del sistema. Así, si roban 2400 millones de euros o las reservas de oro español
(que, si lo pensamos, están robando a toda la ciudadanía), en realidad lo hacen movidos
por su elevada ética y como denuncia de la injusticia social. No roban
para enriquecerse (aunque se enriquezcan) sino para poner de manifiesto la
inmoralidad del sistema y, en particular, las cloacas del estado. Así (si me
perdonan el “destripoiler”), en el robo del Banco de España un objetivo de los
ladrones es airear la documentación clasificada que compromete a muchos
políticos y mandatarios, incluido expresamente el rey de España.
Por su parte, en esta segunda aventura el “pueblo” o “la
ciudadanía” ha empezado a entender este mensaje salvífico, y masas
enfervorizadas de seguidores de los ladrones anti-sistema se congregan
alrededor del cerco policial 24 horas para manifestar su apoyo incondicional.
Un punto álgido (perdón de nuevo) es cuando la banda consigue liberar a su
compañero Río de las garras opresoras de la Justicia, y este saluda a la
afición con el puño izquierdo en alto durante una toma prolongada (Temporada 3,
episodio 6).
Por cierto, de todos los medios informativos que cubren el
desarrollo del robo, el único que tiene protagonismo es… ¿lo adivinan? Sí, La
Sexta. ¿Coincidencia? Al igual que la única bebida que toman los protagonistas
es Estrella Galicia, con las botellas en descarados primeros planos, en una
interesante conjunción de doctrina antisistema y capitalismo.
Comentarios
Publicar un comentario