Es obvio que en circunstancias de crisis se pone de
manifiesto lo mejor y lo peor de esta criatura bípeda e implume que es el ser
humano. Y la crisis del Covid-19, hoy en proceso de desescalada (esperemos), no
es una excepción. Así, nunca se exagerará la edificante y heroica entrega del
personal sanitario y del orden, o el trabajo insustituible de transportistas,
mayoristas, personal de alimentación y farmacia y de otras necesidades básicas
(me niego a incluir entre estas la venta de tabaco).
Pero, al igual que en las guerras y otras catástrofes,
también en estos casos puede salir el peor yo de la persona, una faceta más
sombría del fenómeno. No me refiero aquí a la (presuntamente) deficiente
previsión u organización de las medidas para combatir la crisis, de la que ya
tendremos tiempo en su caso de hablar. Hoy me detengo en las mezquindades de
las personas pequeñas, sin poder o con muy poco, a quienes la crisis inspira
para sacar su yo chivato, envidioso o de injustificado rigorismo.
Así, a todos nos han llegado historias como la de la madre
que, cuando los niños aún no salían a la calle, paseaba con un hijo con
discapacidad psíquica acogiéndose a la excepción que lo permitía; pero que optó
por abandonar esta necesaria medida ante los continuos abucheos y recriminaciones
que le caían desde ventanas y balcones. O esa otra historia del médico que se
encontró con una nota en la puerta firmada por sus vecinos (acaso antes o
después de asomarse a las 20:00 para aplaudir) en la que le invitaban a mudarse
de residencia para prevenir posibles contagios, al ser grupo de riesgo. O la de
la vecina que se dedicaba a contabilizar desde su terraza el número de veces
que iba a la compra el joven de abajo, para dar parte a la policía del posible
fraude en la ruptura del confinamiento. O el guarda de seguridad de
supermercado que no deja que el marido entre para ayudar a cargar bolsas a su
esposa necesitada de ayuda, porque la norma es la norma y aquí el que manda soy
yo.
En fin, que quizá en estos días de crisis se nos pueda
despertar el escolar chivato de nuestra infancia; o el fantasma del abuelo que
delataba como rojos o fascistas (según el contexto) a los vecinos que detestaba;
o el antepasado que asistía a la quema de brujas de la plaza aprovechando para
insultarla; o, aún más atrás, a nuestro ancestro romano que acudía al circo a
ver a un león triturar a un cristiano como quien hoy va al fútbol un domingo
por la tarde.
Si es el caso, procuremos que se vuelva a dormir.
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