Hace unos años, mi admirado Sergio del Molino popularizó la expresión “España vacía” para referirse a la despoblación progresiva del entorno rural. Más tarde María Sánchez quiso matizar más el concepto aportando el participio “vaciada”, y recientemente sigue habiendo reinventores de términos que matizan aún más (o menos), tales como Campo Vidal con la “España despoblada”. En cualquier caso, las diversas imágenes apuntan a un proceso que avanza como una mancha imparable y se extiende por la geografía nacional de modo irreversible.
Llevamos meses, sin embargo, de otro fenómeno no menos alarmante que podríamos denominar la “España perimetrada”. Los sabios que gobiernan nuestros territorios autónomos han descubierto el RH que antaño predicó Arzalluz (si te acuerdas, eres grupo de riesgo), y han cerrado las fronteras, sabedores de esta verdad universal: que el covid muta cuando el cajetín naranja que indica la carretera cambia de letras. Esto tiene especial enjundia cuando se vive en una ciudad fronteriza como la mía, y a cinco kilómetros a la redonda tienes tres comunidades autónomas diferentes, cada una con su sabio gobernante/anta, con sus cohortes de atinados consejeros, y sus legiones de eruditos asesores, todos con criterios divergentes en lo relativo a las mejores medidas para contener el virus.
Cuando un territorio cierra sus fronteras por motivos sanitarios, lo hace porque desconfía de que los presuntos visitantes tengan unos criterios de prevención tan exigentes como los propios. Si un país primermundista no deja que los ciudadanos de otro tercermundista entren, lo hace por un sentido de superioridad (al menos) sanitaria. Pero, ¿tiene esto sentido entre comunidades de España? ¿Es esto lo que garantiza nuestra santa Constitución cuando afirma que “Los españoles tienen derecho a elegir libremente su residencia y a circular por el territorio nacional” (Art. 19)?
Además de privarnos de este derecho constitucional, la España perimetrada nos prohíbe disfrutar de entornos naturales en espacios vecinos, o comprar en un centro comercial que esté a cuatro kilómetros del autóctono (Las Cañas versus Berceo, en mi pueblo), o nos prohibe acudir a una segunda vivienda, aunque se trate de un trayecto en coche de puerta a puerta. Entiendo que en esta emergencia sanitaria se deben evitar las aglomeraciones humanas, pero el mero tránsito de una región de España a otra no nos pone necesariamente en este riesgo, al menos no más que cuando permanecemos en el terruño.
De nuevo, no me puedo quitar de encima la sospecha de que en la gestión de esta pandemia hay más cera de la que arde. ¿Se trata de un castigo a quienes gozan de una segunda vivienda, sin duda capitalistas execrables? Por cierto, si se produce una inundación o explota la caldera en el piso familiar ubicado en otra comunidad, y por tanto de prohibido acceso, ¿quién va a reparar el arreglo que no podremos prevenir, o los posibles daños a terceros? ¿Podremos pedir subvención? ¿Nos dejara pasar el Ertzaintza o el guardia civil de servicio, o necesitaremos justificante firmado por el conserje del portal?
O acaso se trate de construir nuevos muros identitarios que cada vez nos diferencien más a catalanes de aragoneses, a vascos de cántabros, a asturianos de leoneses, etcétera. Posiblemente no haya mayor vulneración de la Constitución que el desarrollo reciente de las autonomías al supuesto amparo de la misma, pues hace tiempo que, claramente, “los españoles NO son iguales ante la ley” (art. 14), ni en legislación, ni en fiscalidad, ni en oportunidades laborales, ni en discriminación lingüística, etcétera. Pues bien, la España perimetrada levanta todavía más muros. Quizá quienes los construyen hasta le estén comprando los ladrillos a Donald Trump, que ya estará volviendo a sus lucrativos negocios tras dejar la presidencia. Digo yo.
Comentarios
Publicar un comentario