Estos meses en que apenas podemos viajar, ni siquiera a comunidades vecinas, pueden constituir un buen momento para redescubrir los rincones de nuestras localidades habituales. En general, revalorizar lo cotidiano se antoja un ejercicio admirable, y puede ser fuente de gratísimas sorpresas en nuestras vidas, y quizá una de las claves de la sabiduría. Y para este objetivo puede ser de gran ayuda un libro como el que presentó el joven historiador Bruno Calleja Escalona el pasado martes, ¡Cómo hemos cambiado!: El Logroño de ayer y de hoy, en el que esboza la historia de 25 edificios o emplazamientos que han marcado la personalidad arquitectónico-patrimonial-cultural de la ciudad.
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Foto: Óscar Solorzano |
Aunque no me lo acabo de creer, llevo más de un cuarto de siglo residiendo en Logroño, y habría jurado que conocía bastante bien sus esquinas y calles. Pero tras leer el libro de Bruno me he dado cuenta una vez más de nivel tan superficial de realidad en el que nos movemos cotidianamente. En este caso lo aplico a lo poco que “escuchamos” a los edificios; sin duda ellos nos quieren hablar de lo que han visto durante décadas y siglos, de nuestros padres y abuelos, de sus afanes e inquietudes, sus gustos y creencias, sus alegrías y sus luchas. Quienes residimos en Logroño podemos pasar cientos de veces por el céntrico Paseo del Espolón, pero habitualmente estamos demasiado ocupados como para reparar en por qué un reloj vecino canta “Ya se van los pastores a la Extremadura”, o por quė nos contempla don Baldomero sobre su brioso corcel, o por qué nos topamos con un palacete con aire británico al cruzar la calle.
El Logroño de ayer y de hoy (prefiero citarlo por el subtítulo) cumple esa función necesaria de recordatorio y compendio. En un estilo conciso y accesible --recopila 25 artículos aparecidos en la contraportada de los lunes de El Día de La Rioja-- Bruno Calleja nos ayuda a redescubrir los pequeños y grandes tesoros al alcance de la zancada, a escuchar lo mucho que el ladrillo y el asfalto tienen que contarnos sobre por qué somos lo que somos. Por sus páginas encontramos destellos de lo que fueron las estaciones de autobús y ferrocarril, las plazas de Ballesteros y de San Bartolomé, las cinco de toros, el Instituto Sagasta o el colegio Maristas, la iglesia de Palacio, la Casa de las Ciencias y la del Pozo, y muchos rincones más (incluyendo la playa del Ebro, valga la exageración).
A leer este libro experimento lo que debería ser habitual en el arte de leer: quedarse con ganas de más. Sin duda, el origen periodístico de estas entradas conlleva una economía característica, útil como guía (creo que a partir de ahora saldré más a pasear con este libro bajo el brazo), pero quizá sería deseable, de cara a posteriores reediciones, ampliar los contenidos verbales y gráficos sin preocuparse por contar palabras. Casi todos los objetos, si no todos, de las 25 entradas lo merecen. Y me consta que Bruno tiene material para rato.
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