No, no me gustaba Trump (hablemos ya de él en el pasado). Sé que merecía varios epítetos no demasiado halagüeños, pero ni es mi estilo dedicárselos ni parece noble hacer leña del árbol caído, así que dejémoslo en la lítotes de que su perfil no digno de un dirigente al frente de los destinos de 328 millones de ciudadanos libres.
Estos días vuelven a proliferar mensajes en las redes sociales en los que los más inesperados remitentes de nuestro país exultan de gozo ante la llegada de Joe Biden a la Casa Blanca, una euforia que me recuerda el ingenuo optimismo desatado por el acontecimiento planetario de la presidencia de Barack Obama. Quizá esto venga en parte motivado por el característico maniqueísmo que acecha a nuestra opinión pública, que, en lo que me alcanza la memoria, siempre ha conferido cierta aura de supervillanos a los presidentes republicanos.
Así, desde Ronald Reagan, que bailaba con la Thatcher el vals del libremercado, hasta Bush padre e hijo, buscadores de petróleo en el Golfo. En cambio, los demócratas que he conocido han recibido un tratamiento mucho más benévolo; tomemos a Bill Clinton, al que se le perdonaron ofensas que no se le han perdonado a Harvey Weinstein, o al mismo Obama, que habiendo recibido el nobel de la Paz incluso antes de ocupar el sillón oval, mantuvo la ignominiosa prisión de Guantánamo, bombardeó siete países, y deportó a 2,5 millones de inmigrantes.
Nadie es perfecto, claro, pero ni unos son las mentes criminales que van a destruir la humanidad, ni los otros son los superhéroes que todos esperábamos. Como tampoco me parece exacto mantener algo que se oye mucho, que los votantes de Trump (casi la mitad de un extenso país al que no tenemos mucho que enseñar en materia de democracia) son obreros cabreados y no cualificados, machistas y xenófobos de la “América profunda”. Muchos me salen, ¿no?
En fin, larga vida a Joe Biden y que sea la mejor opción para EE.UU y el resto del mundo. Pero que nos conste que no será agua bendita todo lo que orine.
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