El 9 de marzo de 2020 nos dejó José
Jiménez Lozano, Premio Cervantes 2002, a los 89 años de edad. Un hombre discreto, ni siquiera en el
momento de su muerte hizo ruido. Entre la algarabía del 8 de marzo y la subsiguiente alarma del Coronavirus, el fallecimiento de este insigne intelectual, filósofo, poeta y narrador, autor de casi 70 libros entre poemarios, ensayos y novelas, ha pasado
bastante desapercibido. Sólo ha recibido un
puñado de obituarios en algunos diarios nacionales que le tenían un poco
abandonado (El País no le entrevistaba desde 2008, por ejemplo), y
en seguida nos hemos ocupado de otras cuestiones más alarmantes.
Desde hace años Jiménez Lozano era miembro
del Consejo de Honor de la revista literaria Fábula. Además, hizo de padrino el 21
de enero de 2005, cuando vino a Logroño a presentar el número 14,
acompañado por su amigo y admirador Diego Valverde Villena. Por si fuera poco,
colaboró en el número 22 (primavera 2007) enviándonos un relato inédito
titulado “La educación política”.
Tengo intención de
dedicarle un escrito más extenso, pero de momento quisiera recordarle en dos
pinceladas en este blog. Era un hombre entrañable, que te clavaba una mirada
azul intensísima, con la aparente sequedad del castellano pero un sentido del humor
y una retranca innegables. Su gusto por la sencillez se matizaba con su vasta
erudición, que en cualquier conversación cotidiana le recordaba una cita aquí
de Spinoza, un dicho de Unamuno, un pensamiento de Kierkegaard, un relato de
Flannery O’Connor, o un memento a las damas de Port-Royal.
Al día siguiente de
su charla, 22 de enero, fuimos a visitar San Millán de la Cogolla y el Monasterio
de Cañas y comimos en Badarán, cerca de Berceo. Como correspondía al enero
riojano hacía un frío que pelaba, y don José no se quitó de la cabeza un pintoresco
gorro ruso que podría representar el famoso dicho del “ande yo caliente”. Me
trataba de usted a pesar de su condición senior, lo que no me dejaba más opción
que hacer lo propio. Aunque en el transcurso de la visita acordamos que nos
trataríamos de tú, al final no me salía natural y sin querer revertía al usted.
El pequeño gran hombre me inspiraba demasiado respeto. A pesar de que en más de una ocasión me
felicitó por lo bien que conducía, en un momento dado le dejé tirado en el
aparcamiento por apurar demasiado con el depósito de reserva, y se lo tomó con excelente
humor.
Jiménez Lozano concebía
la escritura como servicio, como un don concedido de lo alto que había que
poner a disposición de los demás, y con algo de profético, no en el sentido de
predecir el futuro sino de analizar el presente valorando el pasado. No quería
ser un escritor vedette que anduviera en todas las salsas, y se confinaba
(palabra hoy de moda) en el tranquilo pueblo de Alcazarén, ajeno al mundanal
ruido y al oxímoron de la “vida literaria”.
Como consecuencia de
su desdén por la farándula fue objeto de cierto olvido entre los creadores de
opinión (efímera), algo que, como es natural, no le dejaba de doler. Pero a la
vez no estaba dispuesto a pagar el precio de reprimir su libertad de creador,
quintaesencia del auténtico escritor. Murió como todo el que se considere tal debería
desear, con las botas puestas, enfrascado en su novela número treinta y tantos.
Dejemos que la historia literaria haga justicia. Don José, descanse en paz.
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