Además de provocar enfermedad y muerte, confinamiento y
parálisis, empobrecimiento personal y nacional, este maldito Covid-19 tiene
vocación de déspota. Ante su paso los gobiernos suprimen las libertades
individuales e imponen regímenes autoritarios que, si bien pueden estar
justificados, no deberían prolongarse ni un minuto más de lo estrictamente
necesario.
Por supuesto, en tales medidas autoritarias lo colectivo prima
sobre lo individual. Imaginemos, por ejemplo, un ciudadano no infectado que
planteara a la autoridad que le permitiera sacar de paseo a sus tres hijos de
cuatro, seis, y ocho años, que llevan un mes sin salir de las cuatro paredes
del piso de 70 m2. Propone meterlos en el coche desde el garaje y llevarlos a
un monte solitario para que tomen el sol, corran y ejerciten los músculos
atrofiados, y respiren aire puro. No iban a tener contacto con ningún otro ser
humano, y, siendo la presente una emergencia sanitaria, sería bueno para la
salud de todos. ¿Imaginamos la respuesta? “Va contra el decreto.” Y, en caso de
que la autoridad fuera un poco más amable, aclararía: “Si se lo permitiéramos a
usted, todos podrían hacer lo mismo”.
En suma, las medidas impositivas o restrictivas se basan en
una profunda desconfianza en la libertad y consiguiente responsabilidad del
individuo. Se asume que en estos momentos de crisis no basta con advertir al
ciudadano de que es preciso tomar medidas extremas de precaución a través de los
numerosos medios de información del Estado: hay que obligarle a que las cumpla
con todo el peso coercitivo de un decreto.
Sin embargo, si nos paramos a pensarlo, es obvio que este
criterio está en las antípodas del concepto de democracia que vertebra (en
teoría, al menos) el mundo occidental, según el cual el Pueblo tiene derecho a
elegir su destino con libertad y responsabilidad, aunque se equivoque y elija
mal (algo no del todo infrecuente). Por el contrario, todos los dictadores
elaboran la noción de que “el Pueblo no sabe lo que le conviene”, o “no está
preparado para elegir”, y se apresuran a suplir esta carencia con tanques y
policía secreta.
Curiosamente, en democracia los políticos no cuestionan el
acierto de la mayoría que les ha otorgado su confianza a ellos, aunque con
frecuencia, en la práctica, estén convencidos de que tal mayoría no es fiable
en otras materias. Algunos piensan que el Pueblo solo elige correctamente
cuando les da a ellos el mando (incluso cuando no se lo haya dado por mayoría,
sino que sea fruto de una carambola del complejo sistema de poder, tan inaccesible
para la ciudadanía).
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