Mañana arranca el nuevo curso académico en mi universidad y en muchas otras, y parece un buen momento para replantearse si la presencia del profesor ante un puñado de alumnos es una modalidad abocada a la extinción, destinada a ser erradicada por el docente-pantalla de la enseñanza online. ¿Cuál es el sentido de que haya un profesor en un aula mirando a sus alumnos a la cara? ¿Les aporta algo a ellos tenerle cerca, o es incluso mejor que permanezca al otro lado del ordenador?
Esta cuestión se relaciona con el grado de influencia (benéfica, esperemos) que puede ejercer un docente sobre sus alumnos. Hay quién sostiene que cuanto más temprano sea el nivel educativo, más peso tiene su papel. En el nivel universitario la cosa cambia; ya llegan los alumnos con una personalidad muy formada, y con frecuencia ven al profesor más como un empleado público que tiene que validar su futura (y merecidísima) titulación que como un modelo o inspiración; y eso cuando no lo ven como un obstáculo que hay que salvar o, peor, como un modelo de lo que no hay que hacer.
Y a pesar de todo, tras un cuarto de siglo de rodaje, todavía pienso que la presencia del profesor es un elemento insustituible para educar, es decir, guiar e inspirar. Es más, todavía me entusiasma la enseñanza presencial. Y sigo procurando ver a mis alumnos como personas individuales que están ahí para recibir educación al tiempo que aprendes con ellos. Cada uno y cada una me importan como personas, y mi objetivo es que los cuatro meses juntos (que dura la asignatura de media) dejen alguna huella, aunque sea mínima.
La humanización de la enseñanza conlleva también una proyección indefinida en el tiempo. Para mí, alguien que haya sido alumno mío nunca pierde esa condición, aunque llegue a ser presidente del gobierno o Premio Nobel. Se supone que todo buen profesor debe estar orgulloso de los logros de sus alumnos; aún más, que no le debe importar que lleguen más lejos que él (si se acepta el relativo comparatismo). El principal enemigo de este ideal profesoral es, claro está, el ego, ese permanente inquilino a quien, si no se puede expulsar, al menos hay que mantener en su sitio.
(Confieso que lo antecedente iba a ser solo la introducción de la entrada de hoy, pero no me quiero pasar de los tres o cuatro párrafos, así que continuará la semana próxima.)
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