Un microrrelato inédito para consuelo de candidatos perdedores (como uno que yo me sé).
Ah, y que paséis buen verano, lectores...
DERROTA ELECTORAL
La verdad es que él no había
querido concurrir a estas elecciones.
Se había dejado liar. Claramente,
no tenía madera de político. Hablaba bien, eso era innegable, incluso mejor que
nadie, pero le faltaban los rasgos que configuran el perfil del profesional de la política. La doblez, por ejemplo. A él le gustaba ir con la verdad por
delante, y ya se sabe que con este planteamiento no se puede llegar muy lejos.
Quizá desde una perspectiva
externa se podría haber supuesto que su contrincante no tenía apenas
posibilidades frente a él. Pero tal hipotético observador externo estaba, a las
claras, equivocado. Su contrincante, a pesar de su historial delictivo y de su
aparente inadecuación (el “hijo de papá”, le apodaban), acababa de conseguir el
respaldo popular unánime. Quizá, bien mirado, también fuera problema del equipo
que acompañaba a nuestro candidato. Bueno, “acompañaba” era un decir, pues
ahora, en el momento de la verdad, le habían dejado tirado. En este instante en
que su humillante derrota resultaba patente, sus compañeros de candidatura no
aparecían por ninguna parte. Acaso estuvieran incluso pactando ya con el
adversario algún trato ventajoso, o, en el mejor de los casos, recluidos en la
sede del partido, cabizbajos.
Pero él callaba. En realidad, no
había querido concurrir a las elecciones. Había sido cosa del gobernador, y él
se había dejado llevar. Tampoco es que el sistema electoral estuviera muy
avanzado en aquella época. No había urnas, ni papeletas, ni siquiera voto a
mano alzada. Tan solo la fuerza de las gargantas decidía el futuro del
candidato.
–Suéltanos a Barrabás –insistían–.
Y, a ese, crucifícale.