Esta semana los estudiantes universitarios veteranos (con más de un año de antigüedad) han convocado a los “novatos” para celebrar los ritos de paso conocidos como “novatadas”. Antaño los profesores solíamos recibir mensajes de las autoridades académicas instando a la tolerancia cero con esta tradición, a la par que conminaban al alumnado a no incurrir en semejantes manifestaciones de insolidaridad. Supongo que había buenas razones para prohibir estas bienvenidas gamberras y descontroladas, aunque también es verdad que —con la excepción del periodo de pandemia— tales admoniciones apenas impidieron que se llevaran a cabo.
En mis (remotos) tiempos universitarios, sobre todo en
el ámbito de ciertos colegios mayores de compañeros (yo por fortuna me libré),
las novatadas eran salvajes y humillantes, y además se prolongaban durante un
mes. Desde la distancia con que contemplo las que se practican aquí, me da la
impresión de que los veteranos organizan para sus compañeros principiantes una
serie de pruebas estrambóticas, sí, pero más festivas que vejatorias, a las que
los nuevos se apuntan voluntariamente (solo faltaría), y con las que parecen
disfrutar. Incluso, según mis fuentes, los nuevos pagan una cuota monetaria para
participar en los actos, supuestamente para costear el material de las pruebas
y juegos, y acaso el líquido con el que brindar por el comienzo de la carrera. Sí,
nuestros jóvenes abusan del alcohol y de otras sustancias, pero no se puede
negar que la etapa universitaria es tiempo de ampliar las relaciones humanas, y
esto implica también cierto volumen de diversión en compañía.
Y ahora viene una pirueta conceptual, de esas que mis
lectores habituales ya conocen. La universidad debería suponer para los jóvenes
no solo un avance en los saberes científico-humanístico-tecnológicos, sino
también una escuela para la vida futura. Muchos de los alumnos de primero
estrenarán pronto su condición de votantes en nuestro sistema electoral
democrático, y a veces se me ocurre pensar que ser objeto de novatadas puede
ser una apta preparación para la vida participativa ciudadana, una alegoría de
nuestra permanente vulnerabilidad a la hora de elegir representantes dignos de
liderarnos.
En efecto, con cada nueva convocatoria de elecciones,
los ciudadanos volvemos a convertirnos en ilusos principiantes que aspiramos a
un cambio a mejor, y otorgamos nuestra confianza a unos veteranos (aunque
acaben de postularse, suelen arrastrar un largo historial de trepada, imprescindible
para haber llegado hasta allí) que nos aseguran que con ellos todo será
distinto. Que sanarán la corrupción de sus predecesores, que democratizarán las
estructuras del poder, que erradicarán la casta política. Y nosotros nos lo
creemos. Somos buena gente, no cabe duda, pero no parecemos escarmentar. Porque
lo más divertido del asunto es que, a la próxima, los veteranos volverán a agruparnos
en corro y exigirnos que nos pongamos en ropa interior. O similar.
Al menos, intentemos disfrutarlo.
Aparecido en La Rioja, 3 de octubre de 2025. Ver todas las columnas.
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