La noticia literaria de los últimos días: tras catorce años de silencio (relativo), Pérez-Reverte nos vuelve a ofrecer la octava entrega de su saga más célebre. Los medios de comunicación, literarios o no, nos lo recuerdan por doquier. El Hormiguero invita al autor para hablar de su libro. Las librerías le dedican escaparates enteros en exclusiva. XL Semanal le vuelve a dedicar la portada: “Alatriste es el único personaje de ficción español que ha logrado una proyección global sostenida en el tiempo” (lo siento, Cervantes). “Un icono universal reconocible”, etcétera. Estupendo, ¿no?
Sin duda, Pérez-Reverte es el best-seller español por antonomasia, sea en esta saga o en otras. Hombre inteligente y sabiamente polémico, ha sabido explotar su temprano éxito y, lo que es mucho más difícil que subir a la cumbre, ha sabido mantenerse casi cuatro décadas en el competitivo candelero literario, una hazaña propia de sus héroes más esforzados. Como hombre célebre que es, su reputación se mide por sus detractores: no solo los que critican sus opiniones contundentes; algunos también piensan que su ritmo vertiginoso de escritura solo se explica si, como su admirado Dumas, cuenta con algún ayudante, sea pálido o moreno.
En fin, al nivel en que se mueve Pérez-Reverte, es probable
que tenga alguna que otra ayuda creativa del grupo editorial que exprime su
ubérrima ubre, pero esto no es relevante; yo creo que le sobra talento para
escribir lo que firma y más. Lo que me viene a la cabeza al contemplar esta
nueva macrocampaña es la consideración de que, si en la sociedad en general no
existe la igualdad entre seres humanos, por más que algunos posicionamientos
políticos busquen alcanzar esa meta, en lo literario mucho menos. Y me apoyo
en un sencillo silogismo. Según datos del ministerio, en 2024 se publicaron en
España 89.347 títulos de libros, de los cuales el 22,1 % eran de creación
literaria, unos 1.974. Si se mantienen datos similares para 2025, pongamos que en
el presente año se publicarán unas 1.000 novelas, probablemente más, y de esas,
pongamos que unas 900 apenas tendrán el menor eco publicitario o promocional. No
me refiero a que no salgan en la portada de XL
Semanal (esa solo se reserva para Reverte, Ken Follet, y similares) ni que se
mencionen en Babelia. No, me refiero
a que ni siquiera tendrán un hueco en las páginas de cultura de los diarios
locales de sus ciudades de origen.
Y aquí entra el silogismo. Las novelas de Alatriste son
entretenidas y tal. No pueden evitar los anacronismos en los que incurre la
mayor parte de la novela histórica contemporánea, vale, pero son amena lectura
de ocio y tiempo libre. Y esta nueva entrega, ¿es mejor que la mayoría de esas
900 novelas por las que han apostado sus respectivos pequeños editores? Vamos a suponer que Misión en París sea buena,
incluso que sea el doble de buena que la mayoría de estas novelas (lo que es
mucho decir). Si hubiera igualdad en el mundo, ¿no se merecería solo el doble
de promoción que estas? Pero la publicidad y atención que recibe multiplica por
millones la que recibirán cada una de estas 900 novelas fruto de la experiencia,
tiempo, esfuerzo y arte de otros tantos autores desconocidos.
Mi conclusión (un tanto ingenua, claro) es que el terreno de la cultura funciona a base de monopolios, que arrinconan y ahogan al pequeño productor de contenidos. Pero, mientras en el comercio existen leyes estatales que previenen la práctica monopolística que pueda perjudicar a los consumidores y a la economía en general, en la cultura no. Le dejo caer a don Ernest Urtasun la idea (supongo que es lector habitual de mi blog), para que estudie si se pueden tomar medidas. Le debería preocupar como ministro, como economista, y como persona que lucha por la igualdad. En teoría, al menos.
Comentarios
Publicar un comentario