No sé si sabréis que recientemente me he convertido a la religión del ciclismo urbano. Con moderación, que conste, no soy un neófito demasiado ardiente. De hecho, tampoco soy un neófito en sentido estricto. Hace 25 años tuve mi fase de ir al trabajo en bici, una mountain Specialised amarilla que ya entonces era añeja. Y fui relativamente feliz, hasta que un día estuvieron a punto de arrollarme, la misma mañana dos veces consecutivas, sendas damas al volante que giraron a la derecha sin reparar en el pobre ciclista que pedaleaba a su lado. Aquel día de hace un cuarto de siglo decidí colgar el casco. Guardé la mountain bike en el trastero por piezas, y allí reposó hasta el principio de este verano, cuando decidí darle otra oportunidad; la desempolvé, la puse a punto en el taller, y volví a recorrer las calles de Logroño con el mismo casco de entonces y renovados bríos. Uno de los motivos que me animó a retomar la costumbre fue la red de carriles bici que había dejado a su paso el anti...
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