A pesar de firmar entradas de blog en las que mantenía que la política nos come demasiado espacio en nuestra vida, reconozco que, frente a los desarrollos de la campaña de las elecciones del 23 de julio, tampoco yo me puedo sustraer a un seguimiento desproporcionado respecto al que merecerían otros acontecimientos culturales, artísticos, científicos, etc. Y sí, confieso que esta semana me tragué el careo televisivo Sánchez/Feijoo, o el debate a siete de los portavoces de los principales partidos. A veces es triste reconocerse humano, en concreto, el zoon politikón aristotélico.
Admito que me gustaría verme a mí mismo como observador presuntamente imparcial del escenario político, dispuesto a prestar mis simpatías y/o mi voto al partido que demostrara una mayor amplitud de miras, ecuanimidad, eficiencia y sentido común. Pero supongo que este es un afán utópico; uno tiene sus prejuicios, y sus postjuicios (no he nacido ayer), y esto de la objetividad solo debe de funcionar con objetos, y no con todos, pues ni siquiera la inteligencia artificial es más imparcial que el humano que la programe.
Dentro del distanciamiento crítico que quisiera mantener, percibo que en esta campaña predominan dos tendencias inquietantes. Por un lado, una mayor polarización entre las opciones a derecha e izquierda, que rechazan de plano pactar por el centro formando una coalición de mayorías. Por otro, relacionado con lo anterior, la alarma de apocalipsis fascista que promueve la izquierda si ganan sus oponentes. Tal estrategia ya se empleó a fondo en las elecciones de hace poco más de un mes, con pésimos resultados, pero no obstante ahora parece redoblarse y extenderse a personajes públicos que ponen sus reputaciones artísticas o de otra índole al servicio del acojonamiento general del electorado.
Así, los dos partidos supuestamente más al centro se recriminan mutuamente los respectivos pactos con extremistas, al tiempo que dejan claro que no pactarán entre sí hasta que los sapos bailen flamenco (EBS), y por supuesto al no hacerlo jamás reformarán las fisuras de nuestro sistema electoral que permiten que una minoría agarre a la mayoría por los cataplines (valga la segunda imagería falocéntrica).
Así, el PP recrimina al PSOE que haya pactado con filoetarras (Bildu) y con separatistas (ERC), y el PSOE hace lo propio con los pactos de su adversario con fascistas (Vox). Tal como yo lo veo, esta mutua recriminación no es del todo simétrica, y en concreto el término “fascista” se usa abiertamente como insulto (o incluso como impune discurso de odio) y no como definición adecuada del ideario de Vox, que en el espectro político ocuparía una posición equidistante del centro respecto a la de Sumar (=Podemos=Unidas Podemos), al que nadie, ni siquiera para mantener la terminología de la segunda guerra mundial, define como “stalinista”, por ejemplo.
Desde la pandemia se ha intensificado la afición de ciertos portavoces públicos a meter miedo al prójimo en el cuerpo. Resistámonos, al menos un poco. Hace unos días estuve remando en piragua tras muchos años de no hacerlo, y la primera lección que tuve que recordar, bastante elemental, es que la embarcación avanza si doy una palada a la izquierda, y la siguiente a la derecha. ¿Se puede aplicar esta perogrullada de la física a la vida política? Algunos no lo ven tan claro.
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