Cuando ya nos consolábamos pensando que la pandemia nos daba tregua, ahora la guerra en Ucrania ha pasado a ser una de nuestras más pavorosas pesadillas. A diferencia de otros conflictos recientes, este nos desazona por su cercanía, si no necesariamente física, sí conceptual. No la vemos como una civilización remota o ajena a la nuestra; los ucranianos vivían hasta hace unos días en ciudades como las nuestras, con unos hábitos semejantes y rutinas identificables. Y lo que acaso más nos angustia es que, si se produjeran fatídicas carambolas del destino, mañana nuestro país se podría ver envuelto en el conflicto.
Una de las muchas consecuencias de la irrupción de la tragedia es el reclutamiento de civiles. Ucrania ya ha decretado la movilización de 200.000 reservistas de entre 18 y 60 años para defender a su patria con las armas. Por su parte, países comunitarios como Alemania ya han anunciado que aumentarán su presupuesto en armamento. Al leer estas noticias, mi imaginación me plantea qué pasaría si España, por este conflicto o por otros que se desencadenasen en un futuro, cambiara su planteamiento de defensa, y acaso volviera al servicio militar obligatorio.
Yo hice una mili interminable en tres tandas, lo que entonces se conocía como las milicias universitarias, pero ya entonces el servicio obligatorio tendía a extinguirse, y de hecho un porcentaje muy elevado de mis coetáneos optaba por la objeción de conciencia. A finales de los ochenta/principios de los noventa las administraciones públicas se afanaban por conseguir puestos de prestación de objeción, con frecuencia apelando a las oenegés para que facilitaran alguna tarea en la que ocupar a los objetores, aunque fuera descolgar el teléfono en sus sedes.
Pero si volviera la mili precisamente ahora, no sería con el tono de cuasicomedia que yo conocí. También me inquieta considerar cómo afrontarían el rigor y la disciplina de la instrucción militar las nuevas generaciones, que acaso tienen más experiencia en reclamar obediencia de sus mayores que en ejercitarla (más de un padre me ha dicho que en su infancia recibía las broncas de sus progenitores, y ahora en su madurez las recibe de sus hijos). Que además presentan una alta tolerancia a la violencia visual, por su exposición temprana ante la televisión o los videojuegos, pero muy baja a la frustración personal, a que las cosas se tuerzan. Todo un cóctel fatídico.
Otra consideración que me hago es cómo afectaría al servicio militar obligatorio a los recientes avances sociales en materia de igualdad de género. Si hace tiempo que las mujeres pueden ser oficiales, suboficiales y personal profesional de tropa, en caso de reclutamiento universal, ¿se restringiría solo a los varones, como en el pasado? Podría parecer un resquicio paternalista que la nueva sensibilidad igualitaria debería rechazar.
En todo caso, esperemos y recemos para que todo esto sean temores infundados que jamás lleguen a hacerse realidad. Esta vez no serían las “Historias de la puta mili” que popularizó El Jueves. Esta vez iría en serio.
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