Un buen día, hace dos años por estas fechas, nos condenaron a confinamiento domiciliario, y sin duda nos cambió la vida. Los de mi generación y más jóvenes siempre habíamos vivido con una razonable libertad de movimientos, orgullosos de habernos criado en un país libre (siempre y cuando no condujéramos un coche con pegatina de España por Euskadi, u otras manifestaciones semejantes). Pero, de pronto, cayó sobre todos nosotros la fuerza del (decreto-) ley, y nos vimos obligados a permanecer en casa salvo motivos de fuerza mayor. Tampoco es que apeteciera mucho salir a la calle; las aceras desiertas recordaban las películas apocalípticas de serie B, e incluso en el entorno permitido, el del supermercado, se respiraba (aún sin mascarilla) un ambiente enrarecido de alarma y desconfianza.
Durante un tiempo nuestra única vida social consistió en salir al balcón a las ocho de la tarde para aplaudir durante unos minutos en reconocimiento de la entrega de los profesionales sanitarios. En mi barrio sonaba “Resistiré” por los altavoces de la parroquia, que pasó a ser el auténtico himno de este periodo.
Yo era uno de los muchos vecinos que se asomaban al balcón a las ocho. A día de hoy, dos años después, aún no tengo claro si el principio que nos congregaba era solidaridad, gregarismo, miedo al futuro, o docilidad. Quizá la respuesta no sea fácil, o no haya una sola. Pero lo que sí debo admitir es que nunca antes había llegado a conocer a mis vecinos de calle como entonces. Allí estaban los tres hermanos en edad escolar, la más pequeña de los cuales gritaba con una inocencia cristalina: “Ánimo, vecinos”. Allí estaba el obrero que se había quedado sin tajo y se lamentaba en voz alta de lo mucho que se aburría. Allí estaba la pareja de ancianos que nos sonreía con dulzura. Allí la familia de inmigrantes que aportaba animación y colorido. Allí la madre con su hija de rasgos latinos que, al cabo de un tiempo, se despedía personalmente de cada vecino dispuesto a devolver el saludo.
A partir de junio de 2020 volvimos a salir a la calle y se suprimió la cita vecinal al caer la tarde. Es curioso, pero no he vuelto a cruzarme con ninguno de los rostros con los que me llegué a familiarizar durante estos meses de confinamiento. O quizá nos hayamos cruzado, cada uno en pos de su vida, y no hayamos reparado.
No digo yo que añore esos meses de incertidumbre y claustrofobia. Tampoco creo que sea lo peor que nos depare el futuro. Pero sí pienso que, ante la adversidad que pueda venir para quedarse, del tipo que sea, una pequeña chispa de calor humano puede llegar a ser un bálsamo irremplazable.
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