Esta semana han circulado por las redes las declaraciones de la ministra portavoz del gobierno: “Al que le parezca que la gasolina está cara, quizá se debería plantear comprarse un coche eléctrico”. No sé hasta qué punto el diario ABC habrá sacado de contexto las atinadas lecciones de economía de doña María Jesús, pero, sea como sea, me sirve como símbolo de una sospecha que me asedia cada vez más en tiempos de crisis: que nuestros gobernantes no están a la altura de los problemas que deben resolver.
En tiempos de vacas gordas cualquier botarate puede quedar al mando. El país saldrá adelante gracias a los millones de ciudadanos que nos levantamos todos los días para desempeñar ese servicio a la sociedad con el que además nos ganamos el sustento. No importa (tanto) que el dinero público se despilfarre, que la maquinaria del bienestar social se ralentice o hasta se oxide, o que no tengamos los mismos derechos que el vecino que vive a dos kilómetros en otra autonomía… Sobrevivimos, y con eso nos basta.
Pero hay momentos en que las cosas se tuercen, y entonces las decisiones torpes, demagógicas, o sencillamente corruptas de los gobernantes multiplican sus efectos nocivos o devastadores. Así, cuando el precio de la gasolina se dispara, inflado por los cuatro impuestos que duplican su valor real, quizá no sea el momento de aumentar las zonas azules en las calles urbanas, obligando a que miles de residentes quemen carburante dando vueltas a las manzanas cada dos horas o así. Tampoco me pareció una medida oportuna, en época de cierre continuado de comercios urbanos, promover cambios en la nomenclatura callejera para borrar a franquistas reales o imaginarios --como Calvo Sotelo, que no tuvo opción de serlo, o al genérico “alférez provisional”--, obligando a centenares de pequeños comerciantes a gastar presupuesto en cambiar la publicidad, por no hablar de las nuevas escrituras que tendrán que acometer tarde o temprano miles de vecinos.
La crisis se dispara de nuevo, sea por la pandemia, por la invasión de Ucrania, por la mala gestión, o por todo ello. El IPC en España ha superado ya el 7 %, en algunas comunidades el 9% (algo hemos hecho peor que el vecino Portugal, donde está en el 4,2). Quizá tampoco fuera el mejor momento para la medida electoralista de subir el salario mínimo, como ha afirmado esta semana el gobernador del Banco de España, o para asignar 20.000 millones a las políticas surrealistas de la ministra Irene Montero.
No es que piense que con “los otros” (sin resonancias amenabarianas) las cosas serían muy distintas, aunque la historia de cuatro décadas de democracia deja testimonios para quien quiera buscarlos. Pero mientras la ciudadanía solo tenga la opción de elegir entre un candidato malo y otro peor, la calidad de la democracia seguirá siendo ínfima. Y sigo pensando que el trabajo más difícil del mundo debería reservarse para quienes hayan demostrado aptitudes proporcionadas a la magnitud de la tarea. Incluso no sería tan descabellado plantear que los gobernantes tuvieran que pasar una oposición más exigente que la de los jueces o los médicos, porque su labor es aún más determinante.
Y una capacidad imprescindible del perfil del gobernante, además de un acendrado espíritu de consenso, debería ser la búsqueda de soluciones a los problemas, en vez de crearlos. Si los combustibles escasean, habrá que ver de dónde se sacan nuevas fuentes de energía con iniciativa y creatividad, en vez de la sempiterna cantinela de la subida o bajada de impuestos.
Buscar soluciones. Pero no como las de la ministra Montero.
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