Mariano José de Larra, acaso el primer periodista “estrella” de nuestro país, popularizó en 1833 un tópico que pasaría a formar parte de la idiosincrasia española, el de “vuelva usted mañana”. Lo hizo por medio de un artículo homónimo publicado en el periódico que el mismo fundó, El pobrecito hablador, en el que presentaba a un inversor extranjero que quería promover un negocio en España e ingenuamente pensaba que en quince días realizaría todos los trámites y conseguiría los permisos necesarios. El narrador se cachondea de sus ilusos cálculos, y a la postre comprueba que, en efecto, tras seis meses de dilaciones y de ser mareado entre unos y otros, el incauto inversor recibe la más rotunda negativa institucional a su pretensión de crear tejido empresarial (que se diría hoy) en suelo español.
Aunque inicialmente este escrito satírico apuntaba al vicio de la pereza hispana, fuera pública o privada, con el tiempo la frase ha permanecido en el inconsciente colectivo como expresión sintomática de la indefensión del individuo ante la desidia de (algunos sectores de) la administración pública. Las cosas no han cambiado tanto al cabo de casi dos siglos; por poner un ejemplo entre mil, aún hay ayuntamientos que tardan años en conceder permisos de apertura a pequeños negocios, cuyos expedientes van saltando de despacho en despacho sin que a los funcionarios de turno les importe un comino estar arruinando el porvenir de las familias implicadas, o en términos más globales, el estar dinamitando la actividad comercial de la ciudad a cuyo servicio se supone que están.
Si esto ya era así antes del revuelo de la pandemia, con ella la administración pública ha conseguido lo que en tiempos de Larra ni se atrevía a soñar: quitarse de en medio un gran volumen de la fuente de las más espantosas pesadillas que pueden perturbar el horizonte del probo empleado público: el ciudadano. Hasta hace poco no había peor fastidio que, al regresar de su pausa para el café con la compra semanal efectuada, encontrarse frente a la ventanilla con una cola de enojosos humanos reclamando la resolución de sus despreciables e insulsos problemas. Incluso había entre estos quienes no se arredraban ante el hecho de que a sus impresos les faltara un sello, o una firma, o una póliza (qué tiempos), y con una vergonzosa contumacia regresaban al día siguiente de nuevo a hacer cola, de nuevo a importunar.
Afortunadamente, el virus ha puesto en orden esta anomalía. Ahora, si un ciudadano entra, por ejemplo, en la sede de la Agencia Tributaria (¿quién diantres querría entrar allí voluntariamente?) sin haber pedido cita —algo que, con suerte, pueden dar con una antelación de meses, y sin ella ni siquiera—el guarda de seguridad le impedirá el acceso en términos absolutos. De nada servirá que le señale que la planta entera, que en el pasado se dedicaba a la atención al público, ahora está con sus decenas de mostradores y oficinistas libres. No, la norma es la norma. Estamos en pandemia, caballero. Vuelva usted mañana, o el mes próximo, con cita previa. Si es que se la damos, claro.
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