Está semana me dio por entrar en mi carpeta de spam, algo que no solía hacer habitualmente. Allí me topé con la enésima reencarnación de la princesa Otumba, una nobleza africana, heredera multimillonaria, que ha sufrido muchas vejaciones en su país y necesita de mi ayuda para poder sacar todo su ingente patrimonio de diamantes a cambio de un generoso porcentaje que ronda el 50 %.
Como últimamente estoy de un insolidario que apesta, desatendí esta perentoria llamada de auxilio y seguí comprobando qué tipo de personas también me necesitan. Por ejemplo, un tal Eric Santos ha hackeado una (antigua, por fortuna) contraseña mía, y a cambio de su silencio necesita unos 3.000 dólares en bitcoins que, si no consigo ingresarle, le empujarán irremisiblemente a enviar un video mío, en guisa de usuario de porno duro, a todos mis contactos, familiares, compañeros y amigos.
En fin, supongo que resulta comprensible que no acostumbrara a entretenerme en recorrer esta carpeta indeseada, y que hasta ahora haya preferido que se autodestruya al cabo de unos días.
Hasta ahora.
Esta semana, en días sucesivos, he descubierto sendos mensajes genuinos enterrados entre los spams. Uno es de un cineasta de prestigio que me comunica que está pensando elaborar un guion inspirado en un libro mío. Otro era de una editorial italiana que se está planteando traducir mi primera novela. No sé qué razones llevarían a los misteriosos algoritmos que controlan nuestra vida virtual (o sea, el 70 % o más) a clasificarlos directamente como spam; ciertamente la tónica era similar, pero la diferencia es que estos eran genuinos. Y ambas oportunidades han estado a punto de desaparecer en el olvido, como lágrimas en la lluvia, que diría aquel.
No sé qué saldrá de ambas iniciativas, el tiempo lo dirá. Pero a partir de ahora hago el propósito de revisar semanalmente mis carpetas de correo “no deseado”. Princesa Otumba, Eric Santos y compañía, nos vamos a ver con más frecuencia.
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