En este, su séptimo poemario, Rocío Arana avanza un paso más en una trayectoria que a sus lectores nos viene proporcionando incontables alegrías. Se mantiene su mirada poética positiva, luminosa, de alegría y agradecimiento por ser y estar, pero esta vez se expresa en tonos más difuminados, o “delicadamente deslumbrados”, como precisa el atinado prologuista, Enrique García-Máiquez: “No se difumina el dibujo emborronándolo con unos dedos manchados, sino a fuerza de luz poética”.
El mismo título nos ofrece una posible clave interpretativa, o acaso una llave para abrir algún cajón oculto. Sus ecos se refuerzan dentro de un marco de alusiones formado por el primer poema, que hace de (segundo) prólogo (“Esa fiera certeza del final: / solo un minuto salva, y es el último”) y el poema-epílogo, “Vuelves al escenario cada noche”. Pero esta clave, de nuevo, esta delicadamente difuminada. El último minuto puede ser el de la procrastinación, el fin del plazo, el giro inesperado, la terminación del momento presente, pero también el inicio de otro nuevo (“es el final. The End. / Pero de pronto…”), el eterno presente de la luz, o acaso el papel de la poesía para prolongar lo que la vida finaliza (“Adiós dijiste / antes de saludar, pero te debo / cuatro versos tranquilos y radiantes”).
En efecto, adjetivos como “radiante”, “refulgente”, “luminoso”, “festivo”… y los sustantivos y verbos de sus respectivas familias aportan los campos semánticos más abundantes en El último minuto. Ni siquiera la pérdida de la juventud (que se aborda en “Tempus Fugit”) o la llegada inexorable del prosaísmo cotidiano pueden anular ese “amor de niña que resiste / ahora y siempre al pútrido invasor”. En efecto, la mayoría de estos poemas son de amor, que está a prueba de “lluvia y lunes”, o de “oscuros callejones”. En la primera parte, “Silencio que refulge”, el matiz es más metafísico y religioso; en la segunda, “Agradecer prodigios en la sombra”, con cita introductoria garcilasiana, suele aflorar como interlocutor un tú con mirada cervuna que reaparece físicamente los lunes, pero “vuelve[s] al escenario cada noche, puntual a nuestra cita de penumbra”. Esta persona, que a menudo se antoja distante, tiene la prerrogativa no pequeña de que “sonríe en el último minuto / y todas las esferas giran mudas”.
En fin, un poemario que, además de confirmar la maestría formal de Rocío Arana (por ejemplo, su admirable manejo del endecasílabo), nos aporta una peculiar luminosidad, “una isla de luz entre la niebla”, que nos eleva sobre los “dientes en la arena / y los fulgores de espadas imprevistas” tan frecuentes en “la vida real”. Justo por eso cumple una de las funciones más nobles de la poesía, y merece la pena ser leída. La mejor conclusión de una reseña. (Endecasílabo).
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Foto: Rodrígo Luján |
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