Da vértigo considerar cómo la respuesta del artista a un fugaz soplo de inspiración puede producir frutos inmortales. Sobre esto reflexionaba en la más reciente editorial de Fábula, que paso a adaptar aquí.
Además de producir incomparables caldos y de ser la cuna del castellano y del euskera, mi tierra de adopción también se precia de albergar algunos de los mejores yacimientos de icnitas del planeta. La historia de estas misteriosas huellas fósiles que hoy podemos contemplar no deja de intrigarme. Érase una vez que se era, hace un millón y pico de siglos, un ejemplar de hadrosaurio paseaba ocioso (espero que por entonces no sufrieran el estrés de la modernidad) por las orillas de lo que entonces debía de ser un ancho mar, o de un lago destinado a secarse con los siglos, y hete aquí que, en cuestión de unos segundos, y acaso sin proponérselo, plasmó una huella tridáctila en el lodo que, ciento veinte millones de años después, aún se contempla con admiración y pasmo.
A la hora de plantearme este editorial, que por tradición suele contemplar el proceso creativo y/o de la lectura, me ha venido a la cabeza esta imagen jurásica. En ocasiones la inspiración, esa hermana (pequeña, supongo) del trabajo, se presenta sin avisar, y susurra al creador un comienzo que marcará un hito en la historia literaria y admirarán las generaciones venideras. Puede ocurrir en algún lugar de La Mancha, o quizá en el agujero en el suelo donde habitaba el hobbit; puede transcurrir en el mejor de los tiempos, el peor de los tiempos, que bien podría ser una candente mañana de febrero (como aquella en la que Beatriz Viterbo murió), o bien aquella tarde remota en que el padre del coronel Aureliano Buendía lo llevó a conocer el hielo. Podría implicar una verdad universal, como la mundialmente reconocida de que todo soltero con una gran fortuna necesita una esposa; o bien aceptar que todas las familias dichosas se parecen, pero las infelices lo son cada una a su manera.
¿Le vino al creador esa frase antológica tras mucho esfuerzo, o con la facilidad con que el dinosaurio imprimió su bendita pezuña en el lodo? Habrá de todo, supongo; hay momentos de epifanía que parecen repentinos y fortuitos, aunque también es verdad que el poeta ha de trabajar las veinticuatro horas del día. Caminante, son tus huellas el camino y nada más. Siempre la claridad viene del cielo, pero… solo una cosa no hay. Es el olvido. Si he perdido la vida, el tiempo, todo lo que tiré como un anillo al agua... puedo escribir los versos más tristes esta noche. Porque todo es igual, y tú lo sabes. De qué sirve, quisiera yo saber, cambiar de piso. Las estatuas sufren por los ojos con la oscuridad de los ataúdes. Algún día quizás, seguramente, alguien, para que yo me llame Ángel González…
El caso es que, gracias a la literatura, perduran esas huellas célebres del paso de los gigantes de las letras por nuestro mundo. Y cada vez que tomemos en nuestras manos la obra de uno de tales, y acaso nos la llevemos a la cama (como buenos amantes), siempre podemos dormirnos convencidos de que, cuando despertemos, el dinosaurio todavía estará allí.
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Imagen: Taringa! |
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