Para celebrar el 90 aniversario de la Segunda República, el gobierno de mi comunidad ha sufragado una campaña de reconocimiento a la contribución de diez mujeres ilustres de aquella época, con el eslogan: “Fueron esenciales para que nosotras hagamos historia”. Algunos nombres que prestigian esta selección son los de Clara Campoamor, María de Maeztu, Maruja Mallo o Elena Fortún, pero acaso hay otras que, en mi insignificante opinión, comprometen la bondad de tan noble empeño. Tal podría ser el caso de Aida Lafuente, cuyo mérito más destacado fue el de haber participado en la Revolución de Octubre de 1934.
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Al fondo, Univ de Oviedo, 1934 |
A quienes confunden a los almirantes decimonónicos Churruca, Gravina y Topete con franquistas recalcitrantes, es posible que participar en la Revolución de Octubre de 1934 les suene muy guay; pero convendría recordar un poco de contexto histórico. En 1933, tras dos años de República regida por partidos de izquierda, la ciudadanía otorgó el voto mayoritario a la CEDA, una especie de PP de entonces. Pero el presidente de la República, Alcalá-Zamora, se negó a tolerar que gobernaran las derechas, y solo como generosa concesión permitió que, en el séptimo gobierno desde la proclamación de la República (dos años y medio atrás), figuraran tres ministros del partido más votado.
Pero, para políticos de izquierdas que habían saboreado el poder en el primer bieno, incluso esto resultó intolerable, e inmediatamente empezaron a movilizarse para llevar a cabo un levantamiento armado que pusiera las cosas en su sitio. Especial protagonismo en esta sublevación tuvieron los líderes del PSOE Indalecio Prieto y Largo Caballero, quienes habían ocupado y ocuparían cargos importantes en el Gobierno de la República que ahora querían derrocar.
Los focos principales de la revuelta armada orquestada contra el régimen democrático republicano en octubre de 1934 fueron Madrid, Cataluña y Asturias, siendo esta última la región de mayor virulencia. Veinte mil sublevados se levantaron en armas y tomaron los principales municipios y cuarteles de la Guardia Civil, en algunos como Olloniego y Vega del Rey provocando auténticas batallas campales. Ocho mil milicianos tomaron Oviedo armados con cantidades ingentes de dinamita, y se apoderaron de baluartes emblemáticos como la Universidad, el Banco Asturiano, o la Estación del Norte, ocuparon fábricas y hospitales, se apoderaron de alimentos, ejecutaron a sacerdotes, hombres de negocios y agentes del orden, y volaron la monumental Catedral, joya del gótico declarada Patrimonio de la Humanidad.
Después de unos días de extrema violencia, la ciudad presentaba un aspecto desolador, con muchos edificios derruidos, sin electricidad ni agua corriente. El ejército sofocó la rebelión el 20 de octubre, pero esta se había cobrado al menos mil vidas (cuatro mil para algunos autores), y había desatado los odios mutuos que desencadenarían la guerra civil y sus funestas consecuencias.
Esta es, en versión simplificada, la hazaña en la que participó nuestra heroína Aida Lafuente, apodada cariñosamente “la Rosa Roja de Asturias”, quien murió disparando una ametralladora contra el ejército de la República. Todo un ejemplo para la juventud: si la mayoría democrática no opina como tú, la dinamita y las ametralladoras lo harán. También todo un ejemplo de ciudadana republicana: si la República no te da la razón (o, como dice el texto de la exposición gubernamental, “ante el giro a la derecha del Gobierno Republicano”), sal a la calle a cargártela. En fin, ¿de verdad necesitamos a tales modelos “para hacer historia”? O, dicho de otro modo, ¿qué tipo de historia pretendemos hacer? ¿O repetir?
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