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Una hora y cinco con Mario

Reproduzco aquí la minicrónica de la visita de Mario Vargas Llosa a Logroño el 23 de octubre de 2019, que me sirvió como inspiración para el editorial del último Fábula número 45, de reciente aparición. 


Ayer por la tarde pasé un buen rato con Mario oyéndole rememorar sus comienzos como escritor, desde su internado en el Colegio Militar Leoncio Prado…
    (Si fuera un poco más vanidoso aún –virtud fundamental para el buen escritor– mantendría en este punto la ambigüedad y seguiría desgranando mis recuerdos de la velada de ayer. Pero, lamentablemente, mi inoportuna conciencia me empuja a reconocer que, aunque es verdad que ayer pasé una grata sesión con el señor Vargas Llosa, también lo hicieron dos centenares de espectadores más, que siguieron entusiasmados el coloquio del premio Nobel con su amigo Pedro Cateriano, expresidente del Consejo de Ministros del Perú, en la sala Príncipe de Vergara del Círculo Logroñés).
     Pues eso, que Mario recordó cómo se había iniciado en el arte de escribir durante su internado en el Leoncio Prado, escribiendo por encargo cartas de amor a sus compañeros enamorados e historias pornográficas a cambio de cigarrillos…
     (Por cierto, el señor Vargas Llosa encandiló a su audiencia con su tono más amable y conquistador en el coloquio de ayer, pero me da vértigo pensar en las decenas de miles de veces –sin exageración– que habrá tenido que representar esta espontánea y entrañable rememoración de su juventud ante similares hordas de encandilados espectadores. No deja de maravillarme cómo puede mantener la frescura de un relato retrospectivo tras miles de repeticiones. No es solo cuestión de talento literario, pues para todo hay que valer).
     Pasado el tiempo, admite Mario, fue la influencia de Sartre lo que afianzó su vocación. Aprendió francés para leer al pensador en su lengua original, y en especial le inspiró la idea de la literatura como compromiso moral, social y político, como modo de remover conciencias e influir en la sociedad. Esto me tocó alguna fibra y se me antojó emocionante, o como dijo él, exaltante.
     (Pero luego, poco después, me embarga una inquietante duda. ¿Podrá el escritor contemporáneo remover a la sociedad que le encumbra y le da de comer, o por el contrario la sociedad le transformará a su imagen y semejanza? ¿Puede ser el escritor un profeta que incomode a la masa de potenciales lectores y compradores, que les recrimine su ceguera o conformismo o incluso estupidez, que les saque los colores, o si lo hace se verá abocado a no vender un clavel, a perder su columna en el diario nacional, a que los medios le condenen al olvido, a que nadie le invite a tertulias televisivas o radiofónicas, a que los editores le pongan en la lista negra, a que ni siquiera le dediquen una minireseña en la revista de su antiguo instituto? En definitiva, que sus inspiradas reconvenciones al despertar de las conciencias no las leerá ni su bendita madre. ¿No es mejor para el escritor “social” criticar lo que el gran público quiere oír criticado, adoptando el enfoque que le garantice estar situado “en el lado correcto”?)
     Estoy seguro de que Mario dijo muchas más cosas, pero cuando me quise dar cuenta el tiempo había volado, y ya estaba retirándose por el pasillo de la derecha (había ingresado en la sala por el de la izquierda), desfilando con una ligera cojera, sonriendo de lado al público enfervorizado que aplaudía su retirada poniéndose en pie.
      Alguna persona joven aprovechó su paso para hacerse un selfie.

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