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Gélidas aulas de octubre

        --Te lo juro, tía. La Jessy es una empalmada.
        Lo primero que atrajo mi atención fue precisamente este vocablo, “empalmada”. Hacía poco que había constatado nuevas acepciones coloquiales en idiolectos adolescentes, además de las de ámbito etílico-festivo o falocéntrico (sic). Pero ahora, a mis espaldas, surgía una nueva evidencia lingüística.
El discurso provenía de un diálogo entre dos voces femeninas, presumiblemente jóvenes, detrás de mí. Yo caminaba sin prisa pero sin pausa por el campus de camino a mi facultad, y las voces parecían mantener un paso y rumbo similares. Lo digo para que no se me malinterprete y se me achaque injusta olisconería.
–Joder, y ahora cágate, me toca clase con [beep]. Menudo coñazo me espera.
Al llegar a este punto mi interés se derivó hacia el sujeto marcado con un elíptico pitido en mi texto, aunque he de aclarar, con alivio, que no se trataba de mí. Con todo, el trayecto no era muy largo, y nuestra procesión llegó pronto a su destino. Aquí las voces parecieron despedirse.
–Y lo peor es que el aula es un frigorífico, tía. Joder qué corrientes. Y qué frío se pasa. Venga, te veo luego.
La anónima hablante no dejaba de sorprenderme. El presente sol de octubre está aún más cerca del verano que del invierno, aunque sí es cierto que no resulta superfluo llevar al menos un jersey o chaqueta. Entramos en el edificio y yo, con más curiosidad que cortesía, le cedí el paso sosteniendo la puerta. La joven no reparó en mí, pues en esos segundos desde su despedida de la amiga había sacado el móvil y lo manipulaba con pericia. Pronto entendí la raíz del problema: vestía una ligera indumentaria que exponía hombros, ombligo, riñones y siete octavos de pierna a la intemperie.
Aún estoy plantado ante la cabina del conserje preguntándome si debería pedirle que encienda la calefacción. Yo creo que sería pertinente.



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