Hoy se cumplen siete años de la muerte de mi querido compañero y amigo Carmelo Cunchillos Jaime, catedrático de literatura inglesa de la Universidad de La Rioja. Me he acordado del obituario que escribí en su momento para el diario La Rioja y me apetece reproducirlo aquí.
Que en paz descanses, Carmelo.
Que en paz descanses, Carmelo.
EL
PRIMER RIOJANO QUE ME INVITÓ A CENAR
Hay
personas que dejan huella indeleble en su paso por nuestra vida. Son acaso las
personas de las que merece la pena hablar, aunque sea así, in memoriam. A diferencia de ese personaje de El gran Gatsby que
afirmaba que sólo compensa rendir tributo a los vivos, a mí me cuesta alabar a
los que lo merecen en su presencia. Así que sirvan estas líneas como modesto
tributo de cariño y agradecimiento al que fue mi compañero y amigo, Carmelo
Cunchillos Jaime, que nos dejó el viernes 9 abril, tras luchar durante años
contra una larga enfermedad.
Le
conocí en octubre de 1994, poco después de llegar yo a la joven Universidad de
La Rioja. Me acerqué a saludarle en su despacho, y a los pocos minutos ya me
había invitado a cenar a su casa: “Tienes que empezar a acostumbrarte a la
hospitalidad riojana”, me dijo. A partir de entonces, con el desarrollo del
trato y la amistad, comprendí que esa actitud de acogida, generosidad, y
confianza era la esencia del alma de Carmelo. En nuestros años juntos en el
Departamento de Filologías Modernas pude confirmar ésas y otras muchas
virtudes: una firme laboriosidad, que mientras le acompañó la salud le hacía
llegar muy temprano a la facultad, fines de semana incluidos, muchas horas
antes del comienzo de sus clases; un don especial para hacerse querer por los
alumnos; una vasta cultura, que se movía con soltura tanto entre autores
ingleses como en el ámbito enológico, o musical, o botánico, o agrónomo…; su
respeto hacia los que teníamos posturas ideológicas, políticas o religiosas
diferentes; su enorme afabilidad, que a golpe de esa carcajada explosiva podía
romper cualquier tensión. En un entorno tan competitivo como el de la
universidad española, donde las fricciones no son infrecuentes, con su hombría
de bien Carmelo instauraba la armonía y la cohesión, convirtiéndose para muchos
en una especie de padrazo del departamento.
No
quisiera dejar pasar una virtud aparentemente menor, pero que adornaba mucho
esa naturaleza buena de Carmelo: sus dotes de narrador oral. Ayudado por su
memoria de elefante, Carmelo podía sacar el máximo jugo narrativo a las
situaciones y personas conocidas en su variada vida, desgranando unas anécdotas
suculentas que animaban cualquier sobremesa. Recuerdo haberle visto en cenas de
filólogos departir con los más exquisitos eruditos europeos, para acto seguido
cambiar de registro y contar los chistes más desternillantes con su vozarrón de
Louis Armstrong calagurritano.
Los
últimos años de Carmelo han sido extremadamente difíciles, de lucha contra un
cáncer cada vez más invasivo. Aunque no conozco su trance interior en esas
circunstancias, me atrevo a asegurar que una luz cierta en tamaña oscuridad
habrá sido el consuelo de sentirse tan querido, de comprobar que los afectos de
ese corazón inmenso encontraban eco en multitud de amigos. Caminar unos metros
con Carmelo significaba pararse a saludar a decenas de personas, gentes a las
que, era patente, quería y le querían. Y, por encima de todo, ha experimentado
el amor incondicional de su esposa Carmen, la más fiel compañera en la salud y
en la enfermedad.
Es
la primera vez que escribo un obituario (y supongo que será una de las pocas),
pero me mueve el deseo de poner en palabras lo que tantos compañeros podrían
corroborar. Creo y espero que alguien con un corazón tan grande esté ahora con
el Amor, aunque lo llamemos de formas distintas. Porque, para concluir a lo
Machado, a nadie cabe duda de que Carmelo ha sido un hombre, en el mejor
sentido de la palabra, bueno.
Tuve la suerte de compartir pupitre en la enseñanza primaria durante unos años y luego nuestros caminos se distanciaron hasta que, ya por coincidencias de la vida nos volvimos a encontrar en Logroño cuando su enfermedad empezaba a cambiarle la vida. Tuvimos varios encuentros callejeros en los que me demostraba que para el nada había cambiado desde nuestros días infantiles. El día que murió fue para mi uno de los mas amargos de mi vida. Espero encontrarlo de nuevo, allí donde esté, y poder reanudar nuestra amistad. Gracias Carmelo por tu amistad.
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