Imaginemos que alguien nos preguntara:
¿Existe alguna persona en el
mundo que se llame Sinforoso Ahmed Wang O’Connell?
La mayoría contestaría: “No lo sé, no lo conozco.”
Quizá alguno diría: “Sí, un gran tipo. Un poco
reservado, quizá.”
Un increyente afirmaría: “No, no existe. ¿Por qué?
Porque nunca me he topado con nadie que se llame así.”
Las respuestas aceptables serían la primera y la
segunda (suponiendo que fuera sincera, claro). La tercera no tiene fundamento,
salvo que el entrevistado tuviera acceso al censo de todos y cada uno de los más de
7.000.000.000 habitantes del planeta. Y, aún así, no podría descartar que
Sinforoso Ahmed Wang O’Connell acabara de nacer en algún rincón ignoto.
Igualmente, para ser ateo, creo yo, hay que hacer un
contundente e injustificado acto de cerrazón a la trascendencia, al mundo de lo
espiritual, del que sabemos tan poco. Si no conocemos lo que hay más allá de
los límites del universo, ¿cómo podemos negar que exista una presencia al otro
lado de esta oscura orilla?
Por algo se empieza.
Comentarios
Publicar un comentario