Refiriéndose al misterioso apagón del pasado lunes, innumerables testimonios de personas inciden en que sintieron una vuelta a la angustia y desamparo que experimentaron cinco años atrás cuando se desató la pandemia del covid. Afortunadamente, lo que entonces duró años ahora ha durado horas, pero es comprensible que nos embargue la ansiedad cuando se tambalean las seguridades sobre las que hemos construido nuestra existencia (aunque sea la necesidad de consultar el móvil cada cinco minutos).
A día de hoy, las autoridades no han sabido dar una
explicación. Ignoro si, cuando esta se aporte, será tan clara e inteligible
como las razones por las que una factura eléctrica sube o baja cada hora, o
puede llegar a aumentar un 450%, como el pasado miércoles. De momento, el apagón ha
generado muertes por complicaciones relacionadas, y pérdidas económicas de más
de 1.600 millones de euros, según la CEOE, y no sabemos qué habría pasado si se
hubiera prolongado más.
En general, cuando llega la tragedia nos suele pillar desprevenidos.
En la primera y devastadora fase, cuando esta irrumpe, nos llena de pánico,
angustia y alarma, incluso aunque no seamos las víctimas graves más directas.
Luego llega una segunda fase, la de la solidaridad, algo que a muchos nos
reconcilia con el género humano: la sociedad se moviliza para hacer frente a la
catástrofe, asistiendo a las víctimas, prestando servicio profesional o
voluntario, recaudando dinero para proveer las necesidades básicas…, en
definitiva, intentado reparar en alguna medida el inmenso daño causado. En esta
segunda fase, las fuerzas políticas pretenden capitanear esta ola de
solidaridad, e incluso amagan cierto consenso. Todos juntos venceremos, dan a
entender.
Pero no, tal actitud es pasajera. Las catástrofes
invariablemente devienen una tercera fase, la de exigir responsabilidades; una
fase, por supuesto, necesaria en toda democracia, siempre y cuando no se
convierta en la vil reencarnación del cainismo y polarización que caracteriza
nuestra vida política, pues una catástrofe bien explotada brinda oportunidades
inusitadas para sacar el máximo rédito al hundimiento del adversario.
En los últimos años los españoles hemos presenciado varias
tragedias que evidencian esta teoría de las tres fases, pero, en mi cuestionable
opinión, acaso la más eficaz en cuanto al aprovechamiento político del desastre
fuera la reacción a los atentados de Atocha, el fatídico 11 de marzo de 2004.
En tres días se dio la vuelta a las urnas bajo la imputación de que el gobierno
del PP había ocultado información, al atribuir en un principio los atentados a
ETA. No entro en si el castigo electoral fue más o menos merecido; solo
constato la estrategia. Y me pregunto qué habría pasado si hoy, cuatro días
después del apagón, sin ninguna explicación verosímil aportada aún, el
inquilino de la Moncloa hubiera sido un Rajoy o un Feijoo (tanto monta…). Quizá
ya habríamos salido a la calle usted y yo. Aunque fuera a empujones.
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