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Este verano lo he visto por primera vez. Un hombre pedía limosna en una calle transitada de la ciudad donde pasaba mis vacaciones, y en un recuadro de cartón rotulado a mano aportaba un motivo que indujera a la compasión: “ME HAN ROBADO EL MÓVIL. AYÚDENME”. No quisiera frivolizar sobre la situación de necesidad de esa persona, ni sobre el grado de precariedad que le ha llevado a tener que pedir por las calles. Pero sí me choca que, si antaño los mensajes similares apuntaban a algunos hechos, ciertos o no según los casos, tales como que el individuo carecía de vivienda, tenía mujer y cuatro hijos, o que se había quedado sin trabajo, ahora hay postulantes que piensan que una consideración que puede mover a los viandantes a solidarizarse es que se haya quedado repentina e injustamente sin su móvil.

Supongo que será llover sobre mojado insistir en que una pandemia acaso mucho más grave que la famosa que arrostramos en los pasados años, y que tiene difícil vacuna, es la de la adicción al móvil, ese adminículo en el que sencillamente guardamos nuestra alma. Ahí llevamos a nuestros amigos, nuestros contactos profesionales, nuestras cuentas bancarias y métodos de pago, nuestra música, nuestras imágenes memorables, nuestras imágenes superfluas, las noticias, los grupos profesionales, los de padres y madres, los de amigotes, las curiosidades y aficiones, etc.; en definitiva, nuestro mundo interior y nuestra comunicación con el mundo exterior, que cada vez se vuelve mucho más virtual, como si fuéramos personajes del universo de Matrix.

Cuando pensamos en los niños y adolescentes, la preocupación se incrementa exponencialmente. Basta pasar por una plaza de nuestra localidad concurrida por chavalería para ver que todos llevan como implantado de serie, o como un apéndice del brazo, el dichoso móvil, del que depende gran parte de su diversión y de su interrelación.  No es un asunto ligero; especialistas como el psicólogo social Jonathan Haidt (autor de “La generación ansiosa”) están alertando de la relación que tiene esta adicción con los casos cada vez más numerosos de depresión, ansiedad, autolesiones e incluso suicidios entre los jóvenes. Pero, aunque estos sean por definición los más vulnerables, esta pandemia afecta también a los que ya peinamos canas. Si no, hagamos la sencilla prueba de comprobar cuánto tardamos en mirar nuestro móvil nada más levantarnos; o tengamos la valentía de entrar en ajustes (“Salud digital”) para ver cuántas horas de pantalla dedicamos al día.

Por cierto, dicen que las aglomeraciones en las fiestas veraniegas de pueblos y ciudades suelen ser ocasión propicia para los ladrones de móviles (sea con el método del “Ronaldinho” u otros de la tradición carterista). En mis momentos más oscuros se me pasa por la imaginación calenturienta contratar a alguno de estos para que opere con mis adolescentes. Pero pronto rechazo la ocurrencia. Además de las obvias objeciones éticas y legales, la consecuencia más inmediata sería tener que comprar otros nuevos y más caros. No hay escapatoria. Igual cualquier día me dé por salir a las calles mostrando este cartel: “Conservo el móvil: Ayúdenme.”

Aparecido en La Rioja, 6 septiembre 2024


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