Uno apenas necesita pasar unos minutos con los amigos, en una de esas eternas sesiones de terrazas veraniegas, para comprobar que todos tenemos infinidad de historias que contar. Historias propias, relatos de vecinos, de familiares, conocidos, personajes públicos, etc. No es que todas sean ciertas, ni todas benévolas, ni siquiera respetuosas, claro. Muchas de ellas se perderán en el olvido, y bien perdidas estarán, pero acaso haya miles de historias que hemos vivido nosotros o nuestros seres cercanos que merecerían perdurar. Por ejemplo, las que protagonizaron nuestros padres, abuelos, incluso bisabuelos, que de algún modo han configurado lo que somos en la actualidad, pero corren el riesgo de perderse para siempre a partir de la segunda generación.
Hoy en día existen empresas de servicios de (auto)edición
que garantizan que cualquiera que tenga algo que contar —y cuente también con
saldo suficiente en su cuenta, claro— pueda hacerlo incluso en formato de libro.
De ahí que conozcamos cada vez a más cuñados y vecinos que ahora se postulan
como escritores, que presentan sus novelas en librerías y foros, e incluso
venden suficientes ejemplares para cubrir gastos si tienen amigos dispuestos a
comprar.
¿Es esto malo? He oído a profesionales de editoriales serias
despotricar sobre este fenómeno, en tanto que diversifica demasiado el
presupuesto que el público lector destina a comprar libros, detrayéndolo de los
libros “serios”. Pero, desde otro punto de vista, me parece positivo que más
gente se lance a contar historias, no solo los Pérez-Reverte de turno (y sus ghost writers). Todos hemos aprendido a
escribir a una temprana edad, pero la mayoría acaba atrofiando esta destreza
por falta de uso. No es solo cuestión de que sean legión quienes hoy en día patalean
el diccionario, la gramática y la ortografía, sino, sobre todo, de que escribir
nos hace más libres, nos permite conocernos mejor, nos ayuda a expresarnos, y,
por consiguiente, a desarrollarnos mejor como personas. Decía Harold Pinter
que, cuando uno se ve incapaz de escribir, se siente desterrado de sí mismo; y
por su parte Hemingway declaraba que su psicoanalista era su máquina de
escribir.
Obviamente, no todos llegaremos a coronar las cimas de la
excelencia, pero todos podemos aprender a escribir mejor. De ahí radica la
importancia de formarse también en el arte de la escritura. A esto ayudan los
cursos y talleres que se imparten desde diversas entidades culturales, pero
acaso la formación más profunda —además, por supuesto, de la lectura habitual— provenga
de programas que combinen intensidad y extensión, como puede ser un máster
universitario. ¿Qué os recomiende uno? Pues ya que preguntáis, destacaré el máster online que se impartirá a partir de otoño en nuestra Universidad de La Rioja, que
combina una duración de un año con un horario de dos o tres horas diarias de
formación intensa en creación literaria. Además, reúne como colaboradores a
doce de los novelistas más prestigiosos del momento, entre los que están
Bernardo Atxaga, Espido Freire, Juan Manuel de Prada, Sara Mesa, Lorenzo Silva
o Sergio del Molino.
“Escribir es la manera más profunda de leer la vida”, dijo
Francisco Umbral. Por cierto, es una pena que la cita más conocida de este gran
maestro sea la de “He venido a hablar de mi libro”. Pues yo he acabado hablando
de mi (nuestro) máster. Sin duda, por una buena causa.
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