A la vista de los resultados de las elecciones europeas del 9-J, todos los medios escritos, radiofónicos y audiovisuales nos advierten insistentemente de que nos enfrentamos al insidioso avance de la ultraderecha. Las piernas me tiemblan y el pulso se me acelera, ¿qué hemos hecho para merecer esto?, pienso. Luego, tras inspirar y espirar una docena de veces, voy recuperando la calma y trato de reemplazar la inquietud por un análisis sosegado del fenómeno. ¿Qué es exactamente la ultraderecha? ¿Hay una o varias? ¿Es lo mismo Vox que Alvise, Meloni que Le Pen, Orban que AfD? ¿Depende en cierta medida del cristal con que se mire?
No son preguntas fáciles. Sin salir del entorno europeo, si
consideramos que el grupo ECR (Conservadores y Reformistas), que engloba a Vox
y al Hermanos de Italia de Giorgia Meloni, es efectivamente ultraderecha (algo
que los aludidos negarían), ¿cómo habría que denominar al grupo que está un
segmento más a la diestra, el llamado ID (Identidad y Democracia), que incluye
a la Agrupación Nacional de Le Pen entre otros? ¿Ultraultraderecha? ¿Y al
alemán AfD, recientemente expulsado de ID, ultraultraultraderecha? ¿Y si
surgiera un partido al que le diera por desfilar con camisas marrones y cantar
himnos? No lo quiero ni pensar.
Pero no es solo una cuestión nominalista; los objetivos de
la llamada ultraderecha europea tampoco parecen demasiado uniformes. Unos
partidos defienden el intervencionismo económico, otros el liberalismo; unos
apoyan a Ucrania, otros a Rusia; unos son euroescépticos y otros no tanto; unos
son cristianos observantes (“ultracristianos”, dirían algunos), y otros son
laicistas; unos defienden el aborto, otros lo quieren limitar. Parece que uno
de los rasgos comunes es su fuerte nacionalismo: tales partidos proclaman con
orgullo que lo primero es su país, siguiendo la estela del “America first” de
Trump (también ultraderechista, claro). Y, como corolario de esto, promulgan el
refuerzo de fronteras y la regulación de la inmigración. Pero entonces, ¿deberíamos
meter en este saco a los Puigdemont, ERC y demás familia, es decir, a los que
ahora mandan en España?
A veces da la impresión de que, para cierto sector en el
otro extremo del espectro, la ultraderecha es cualquiera que no sea de los
suyos. Hace unos pocos días Pedro Sánchez le espetó a Feijóo en el Congreso que el PP era una
de las tres ultraderechas. De igual modo, también lo pueden ser quienes destapan
la corrupción equivocada, los congregados para rezar el rosario en una iglesia
de Ferraz, o los progenitores que pretenden decidir sobre la educación sexual
de sus hijos en la escuela, con o sin pin.
Por supuesto, es conveniente que medios y políticos “moderados”
nos sigan advirtiendo de los peligros de los extremismos, aunque para
neutralizarlos acaso sería más eficaz que estos últimos intentaran llegar a
acuerdos, consensos y coaliciones por la zona centro, en vez de despellejarse
cainitamente a diario. Y por cierto, nadie se refiere a los partidos de
izquierda, socios parlamentarios y presentes en el Gobierno, como de
“ultraizquierda” o “de izquierda radical”, una denominación que se antoja más
simétrica. Como mucho se les denomina partidos “alternativos” o “anticapitalistas”,
perífrasis ambas que molan mazo: ¿quién no quiere que le consideren
“anticapitalista”, salvo Amancio Ortega y cuatro más?

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