Durante tres semanas La Rioja ha vivido conmocionada por la incertidumbre sobre el paradero de un joven calceatense de 20 años, Javier Márquez, que desapareció en la madrugada del 2 de marzo sin dejar rastro. Durante este tiempo, Logroño ha estado sembrada de fotos de Javier por cada rincón, como un hilo de Ariadna que pudiera habernos llevado a encontrar la salida del laberinto. Primero fue la imagen de la cámara de seguridad en la fatídica noche, luego otros planos de Javier, que muestran su sonrisa abierta, su perfil de deportista, un prometedor judoca. En estos días centenares de familiares, amigos, compañeros, fuerzas de seguridad, bomberos, y voluntarios perseveraron en la búsqueda incansable, animándose unos a otros con la esperanza de traerle vivo.
Los que tenemos hijos adolescentes nos solidarizamos de modo
natural con sus padres y familiares, pues de sobra conocemos lo vulnerables que
nos hace el amor, y sentimos con el alma desgarrada que nos gustaría protegerlos
siempre de todo peligro, como cuando eran pequeños, pero a la vez sabemos que no
podemos impedir que vuelen con sus propias alas y que tengan que enfrentarse a los
riesgos que nunca nos ahorra la vida. Y es que la realidad con demasiada
frecuencia nos impone finales trágicos.
Por fin, el jueves 21 se encontró el cuerpo en el Ebro. El desenlace
de la búsqueda ha sido, pues, muy amargo, y nos ha dejado a todos un pesar
inmenso. Pero el amor y la entrega que han volcado tantos miles de personas no
puede haber sido en vano. Cuando la tragedia arremete despiadada, la
solidaridad y empatía de tantísimas personas contribuye a que, aun con los ojos
llorosos, veamos un chispazo de luz dentro de la pavorosa penumbra.
Desde aquí quiero mandar a su familia y amigos, en mi nombre y en el de todos los que tienen a Javier en la mente, en el corazón y en sus oraciones, el más sentido pésame y el apoyo en este momento tan negro. Quiero creer desde mi fe que Javier volverá con nosotros, en otro tiempo. Descanse en paz.
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