Este puente de la Inmaculada Constitución he visitado Estambul. Ha sido mi primera visita a esta urbe de casi 16 millones de habitantes y tantísimos siglos de historia. Sé que no se puede pretender conocer una gran ciudad en cinco días de turista, pero al menos he recibido esa indeleble primera impresión, que, hasta una segunda visita, será la que permanezca. Comparto aquí unos pocos flashes de ciertos aspectos que me han llamado la atención.
Nos alojamos en el llamado Golden Horn,
muy cerca de la mezquita de Santa Sofía. Zona turística cien por cien, plagada
de restaurantes y comercios. Desde el minuto cero, nada más salir de la puerta
del hotel, nos interpelaban hombres barbados a la entrada de sus respectivos establecimientos
para persuadirnos de las excelencias de estos. Con supuesta familiaridad, a
veces contrastada por una mirada perturbadora, chapurreaban inglés o español
(eran conscientes de que estos días había españoles en abundancia) y nos trataban
de engatusar para que entráramos a ese restaurante y no al otro, probablemente
del mismo dueño. Esto al principio se antojaba un tanto molesto, pero pronto
aprendes a asumirlo como parte de la experiencia. En mi caso me resultó útil
recurrir a la socorrida frase, pronunciada con sonrisa algo falseta: “Maybe
later! (Quizá más tarde)”.
Además de comerciantes-gancho las calles estaban pobladas de
gatos callejeros, en su mayoría bien alimentados e incluso sociables (se
dejaban acariciar, pero, por si os lo preguntabais, yo no lo intenté). Algunos
dormían en las sillas de las mesas libres de los restaurantes, con cierta preferencia
por tumbarse en las mantas que luego te ofrecían para cubrir los hombros
si comías al aire libre. También vi bastantes perros callejeros, con etiquetas
en las orejas, mansos y apoltronados, aunque presencié algún caso de can
suicida que se plantaba en medio de una vía de cuatro carriles forzando a los
camiones a desviarse.
No me hizo ninguna gracia ver a niños mendigos que te
abordaban por la noche e incluso te seguían, algunos jovencísimos, con mirada
de piedra. En una ocasión me acerqué al puesto de policía local y comenté
lo que había visto, pero el probo agente me contestó: “No se preocupe, esto es muy normal.”
En otro orden de cosas, me impresionó el número de mezquitas
monumentales, artísticas y bien conservadas, que se encontraban a cada vuelta
de la esquina. Además de sus elevados minaretes, todas tenían potentes sistemas
de megafonía externa, al objeto de difundir por doquier las llamadas a la
oración, en un formato que recordaba al cante hondo, en los cinco momentos claves
del día (el primero, para gran gozo, sobre las 6:30 de la mañana). Los cánticos
tenían unos cinco minutos de duración, y te inundaban aunque estuvieras encerrado
en el baño de tu hotel.
Me maravilló la disciplina con que los visitantes se descalzaban
para entrar en el interior de las mezquitas, y en especial la docilidad con que
las turistas se cubrían la cabeza al efecto. Y no dejó de impresionarme la
explotación proselitista del turismo. Cuando la mequita estaba cerrada por
oración te ofrecían una “charla informativa” en algún edificio adyacente. En la
que yo asistí, una joven teóloga con chador nos hizo una sucinta apología de la
fe musulmana que resultó bastante convincente (si obviamos algunos aspectos en
los que no me detendré). No pude evitar hacer alguna comparación con la
explotación del arte cristiano en países como el nuestro, pero de nuevo no
entraré.
En fin, ya decía Séneca que viajar y cambiar de lugar
revitaliza la mente. Y hacerlo por Turquía no es menos cierto. Espero no tardar
otra vida en volver.
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Foto David Villar |
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